domingo, 26 de mayo de 2013

28ª etapa: Molinaseca - Cacabelos (23 kilómetros)


Esta mañana me he levantado hecho una piltrafa. Esa bajada de ayer hacia Molinaseca, en la que tenía que ir frenando constantemente para no estozolarme, me dejó molido. Pese a ello no he podido estar mucho rato más en la cama. La mayoría de los días me despierto antes de que suene el despertador. Tengo el cuerpo tan en tensión, que me cuesta dormirme, y por las mañanas me desvelo antes de hora. No sé si la tensión es sólo física, o también emocional, por la cantidad de experiencias que estoy acumulando y también porque dedico bastante tiempo a caminar sólo y darle a la pelota.

En uno de los bares más próximos al hotel me he encontrado con Tim, un americano de Kansas City al que había conocido brevemente en León. Se estaba tomando un pintxo de tortilla y un café con leche, y le he preguntado si le importaba que me sentara con él. Tim me ha contado que trabajaba para IBM, y que estaba algo cansado del curro, por lo que a principios del año pasado, cuando la compañía comenzó a despedir gente, él levantó la mano y le dijo al jefe, con el que tenía muy buena relación, que si necesitaban voluntarios para ir al paredón contaran con él. Hizo el petate y se fue a recorrer el sudeste asiático, y ahora, antes de regresar a los Estados Unidos, había decidido concluir su año sabático realizando el Camino de Santiago. La misma trayectoria vital que pretendo llevar yo, casualidades de la vida, pero a la inversa, comenzando por el Camino de Santiago y continuando con Asia. Al escuchar mis planes de futuro, Tim ha manifestado sentir cierta envidia sana por la aventura que yo inicio y que él está a punto de terminar.

Me he despedido de Tim y al ir a recoger mis cosas de la habitación, me he topado de bruces con Zach, Ruta y Szilvia que cruzaban el pueblo a paso ligero. Zach me ha comentado que Michael terminó ayer en el Acebo, como ellos, pero que han perdido a Hilly, quien acusa cada vez más la deshidratación provocada por la gastroenteritis y necesita descansar. He quedado con ellos tres que intentaría darles alcance en Ponferrada. Tras empaquetar mis cosas, he puesto rumbo a la capital del Bierzo. Antes de abandonar Molinaseca me he detenido en una frutería para comprar algo para el camino. El tendero estaba fuera y su mujer dentro atendiendo. Él me ha contado que cuando puede se escapa del mostrador y sale a la calle para ver peregrinas y lanzarles algún piropo. Y que a cada rato su mujer le pega un grito y vuelve, y que así se le pasan los días, que si no serían muy aburridos.


Antes de llegar a Ponferrada hay un pequeño campo de vuelo para aviones y helicópteros por control remoto. No me lo estoy inventando. Como los coches de toda la vida, pero aparatos que vuelan. Y ahí había una docena de friquis echando la mañana de Domingo con sus locos cacharros. En Ponferrada me he reunido con Zach y con la lituana Ruta y la húngara Szilvia. Hemos visitado brevemente el castillo y alguna de las iglesias más representativas de la ciudad y, tras parar en una farmacia para que Ruta comprara algo para aliviar el dolor en sus maltrechos pies, hemos reemprendido la marcha. Para salir de la ciudad nos ha orientado un paisano muy simpático, Rogelio, "de aquí de toda la vida", del que casi no nos despedimos de las ganas que tenía de hablar. A las afueras de Ponferrada me he acordado de Günther al pasar por delante del Museo de la Energía. Pese a que creo que ésta no es la energía que él anda buscando, me he preguntado si el austríaco habría rendido cumplida visita al lugar.


El resto de la etapa la hemos ido alternando, en unas ocasiones caminando juntos los cuatro y en otras cada cual a su ritmo, que evidentemente son distintos. Hay grupos que se forman en el Camino en los que parece que la gente tiene que ir de la manita hasta para ir al baño. Son grupos en los que luego hay tensiones, porque evidentemente es muy complicado poner de acuerdo a varias personas adultas y de ambos sexos, que además se acaban de conocer. Esto se da más entre españoles, la verdad. El guiri que viene aquí es más independiente, va a su aire y no se ofende si de repente le dices que te adelantas un poco o que te paras, porque te apetece o porque quieres estar sólo. Creo que en España no nos gustan las ovejas que se apartan del rebaño, no les vaya a ir mejor que a nosotros, y nosotros aquí con estos pelos. Las ovejicas tienen que ir todas juntas y las tiene que guiar un pastor, ante el que hay que agachar las orejas cuando nos atiza con la vara. Así funcionan los rebaños, aunque afortunadamente cada vez hay más ovejas que se animan a pensar por su cuenta y se van por donde más les conviene, sin atender a lo establecido, a "lo que toca" o a lo políticamente correcto.

Habremos llegado a Cacabelos a media tarde. Günther me ha enviado un mensaje para decirme el hostal en el que se aloja con los alemanes Bruno y Alexandra y nos hemos dirigido hacia ahí. Hemos reservado habitación y hemos quedado en vernos en la pulpería del hostal una hora más tarde. Al acudir puntual a la cita, me he encontrado con Zach, que ya estaba esperando tomando un vaso de zumo de naranja. Parecía serio y le he preguntado si todo estaba bien. Él me ha contestado que no del todo. Que lleva unos días sin visitar al señor Roca y que empieza a estar algo preocupado. Pese a que por fortuna este problema me es ajeno, incluso cuando viajo, he intentado tranquilizar al americano de Kentucky diciéndole que estas cosas son normales, y he querido ponerle el ejemplo extremo de un amigo mío que acostumbra a sacar la basura una vez por semana. No me ha parecido atisbar en el rostro de Zach ninguna señal de relajación y le he pedido que precisara que qué entiende él "por llevar unos días sin ir al baño". Se ha removido incómodo en el taburete y me ha dicho, dando un poco de rodeo, que bueno, que desde que salió de Estados Unidos, hace casi un mes, solamente ha ido una vez, que fue en Burgos y que además tampoco fue como para tirar cohetes. Me ha dicho también que ha decidido dejar de comer y que lleva ya 24 horas a base de zumos de fruta. Yo le he contestado, pensando en la cantidad de cosas que le he visto meterse al buche desde que le conocí, hace ya una semana, que me parece una decisión muy acertada. Y le he pedido además que me diera un minuto para llamar a alguna de mis hermanas, que son médicos.

Al igual que mi padre, dos de mis hermanas, aparte de muy guapas, son unas doctoras excelentes. Pero son algo diferentes en cuanto a manera de ver las cosas y aproximación a la medicina. Una de ellas, es de la escuela conservadora, en el sentido de no amputar a las primeras de cambio o recetar medicamentos porque sí. Es más cercana a la medicina natural, y piensa que muchas dolencias están relacionadas con la psique, que se pierde poco tiempo con los pacientes, y que habría que hablar más con ellos porque muchas de esas dolencias son manifestaciones somáticas de un conflicto interno sin solucionar. En este caso concreto, ella diría que si no había otra sintomatología que pudiera hacernos pensar que estábamos ante algo más grave, al americano había que dejarlo a su aire, hablar poco del tema y él ya haría lo que tuviera que hacer. Mi otra hermana es de la escuela expeditiva, y cree que hay que dejarse de zarandajas y solucionar el problema que tenemos delante. Y si aquí el problema es que el americano no caga, pues hay que conseguir que cague o abrirle en canal y sacarle la mierda a paladas. Estoy exagerando, se entiende, pero creo que el ejemplo vale para darnos cuenta de que son dos personalidades distintas.

He visto a Zach asustado con el tema y he creído que un consejo médico un poco más zen iba a venirnos mejor, por lo que he llamado a la doctora naturista. Por suerte o por desgracia, no me ha cogido el teléfono y he optado por llamar a mi otra hermana. Le he puesto los datos encima de la mesa y, como vaticinaba, su respuesta ha sido que había que utilizar la artillería pesada: "enema casen", han sido sus palabras. A fin de no acojonar de entrada al americano tras las primera llamada, le he dicho a mi hermana si no sería mejor seguir con laxantes, que Zach ya me había confesado que tomaba desde ayer, con los zumos y ciruelas, y ya después optar por el mal trago del enema si en un tiempo razonable no pasaba nada. Su respuesta ha sido contundente: "los laxantes, si lleva esa burrada de días sin ir son como si se toma un sugus de piña; enema casen Javier, házme caso". Tras colgar he vuelto al bar y Zach me ha preguntado con una sonrisa forzada si se iba a morir. Yo le he contestado que no, y que en todo caso quien se moriría sería la señora de la limpieza cuando consiguiéramos sacar todo eso que lleva ahí dentro. Siguiendo las instrucciones de mi hermana hemos ido a la farmacia y hemos adquirido el producto, confiados en que todo quedaría en un pequeño susto. De vuelta a la pulpería, donde habíamos quedado con el resto, Zach me ha dicho que se retiraba a su habitación y me ha pedido que presentara sus excusas y también que me inventara un dolor pero que no diera muchos detalles de un tema, que le resulta al americano, algo embarazoso. Lógico y normal. Le he dicho que no se preocupara que le guardaba momentáneamente el secreto, pero que estaba escribiendo un diario de mi viaje y que allí se sabría todo. "Bueno, esperemos que todo acabe en una historia feliz de la que podamos reírnos cuando leamos tu diario" - me ha respondido él.

La cena ha estado bastante bien. Básicamente ha consistido en raciones de pulpo que estaba para chuparse los dedos, lacón y ensalada mixta, todo ello regado con vino del Bierzo, complemento perfecto para olvidarse de los rigores de etapas pasadas y disfrutar de buena compañía. Además de Günther, los alemanes Bruno y Alex, la lituana Ruta y la húngara Szilvia, nos ha acompañado otro alemán, Matías, al que sus compatriotas se han encontrado en la etapa de hoy. Es rubio, alto y delgado y la verdad que aunque no nos hubieran dicho que era alemán, prácticamente lo hubiéramos adivinado. Siempre que el vino hace su efecto y se coge algo más de confianza, llega el momento de las confesiones y la gente siente curiosidad por averiguar qué le ha traído a cada uno aquí. Yo siempre repito la misma cantinela, sin dar excesivos detalles, que considero muy personales. Y siempre pregunto también qué ha traído a otros hasta aquí, porque entiendo que el que hace la pregunta tiene igualmente intención de contarte sus motivos. A Bruno le ha costado reprimir las lágrimas cuando nos ha contado que hace diez años su mujer le dejó por otro y que al poco tuvo un infarto masivo que casi se lo lleva al otro barrio. Es increíble el buen aspecto que tiene y lo bien que está aguantando los kilómetros que llevamos ya entre pecho y espalda, pese a aquél serio problema de salud. Cuando le ha tocado el turno a Matías, me ha dicho que si le acompañaba fuera a fumar un cigarro me contaba sus motivos. Yo le he contestado que no fumo, pero que le acompañaba gustoso.



Ya en la calle, y con algo de misterio, Matías me ha confesado que es adicto a las drogas y que vino a hacer el Camino de Santiago como una forma de terapia, y también para encontrar la fuerza necesaria para dejarlo. Me ha pedido disculpas por sacarme de la cena. Me ha dicho que no lo quiere ir contando por ahí, pero al mismo tiempo necesitaba contárselo a alguien y que por algún extraño motivo que a mi se me escapa, pensó que yo sería la persona indicada para escucharle. El alemán me cae bien, es una persona que está peleando por superar algo y además está fumando Ducados. Y a mi los fumadores de tabaco negro me merecen un respeto. Me ha contado también que en un plazo de dos años perdió a sus padres por culpa del cáncer y que está solo. Es hijo único y tampoco se puede decir que tenga grandes amigos, fuera de lo que no sean colegas de juergas o de trapicheo, que no van más que a la suya. Otra de las razones por las que decidió hacer el Camino de Santiago es porque creyó que aquí encontraría la fe para creer que algún día volverá a ver a sus padres, porque le cuesta vivir pensando en lo contrario. Hace unos días, cuando Matías llegó a León, se hartó de todo y cogió un tren a Madrid. Lo único que quería era mandar todo a la mierda, volver a Alemania, y fumar maría hasta quedarse colgado y no saber ni cómo se llamaba. Al llegar a Madrid, comenzó a sentirse mal por haber dejado el Camino. Algo dentro de él le decía que no podía abandonar. Creyó que si lo dejaba y no llegaba a Santiago, nunca sería capaz de dejar las drogas, nunca sería capaz de terminar algo que realmente mereciera la pena en su vida.

No sé por qué se me ha ocurrido decirle esto a Matías, quizá la conversación se estaba poniendo existencial y eso me ha empujado a hacerlo, pero lo cierto es que le he preguntado al alemán si no había considerado la posibilidad de que, donde quiera que estén sus padres, le envían esa fuerza necesaria para seguir. Que ese malestar interior que sentía tras arrojar la toalla no era sino las palabras de unos padres que ya no están, pero que si estuvieran le animarían a continuar, a llegar a Santiago y a dejar las drogas. Matías se me ha quedado mirando muy fijamente y me ha preguntado muy serio si creo de verdad que eso es posible. Yo le he contestado que no. Que no tengo la certeza de que eso sea posible, como tampoco la tengo de que vuelva a ver a sus padres. Pero que creo que se trata de crear momentos, y si pensarlo le hace sentir bien, llevar de mejor manera que sus padres ya no están físicamente con él, y seguir en la brecha, por qué no convencerse de ello, por qué no creer ya, sin esperar a caerse de un caballo, o que un haz cegador le muestre la verdad. Por qué no creer que sus padres desde algún lugar, al que él acudirá un día, le envían la fuerza necesaria para llegar hasta Santiago. Matías se ha quedado unos segundos en silencio, y después, con una media sonrisa, me ha dicho que sí, que por qué no creerlo. Yo mismo me he quedado un poco sorprendido de mis palabras a Matías, y he pensado, si no sería en mi caso también, alguien cercano a quien perdí de repente, precisamente cuando se encontraba de viaje a Santiago, quien me esté guiando hacia aquel lugar. Sí, por qué no pensarlo si me hace sentir bien. Aunque sea algo con poca lógica, aunque no tenga manera de comprobar si es cierto...




Cuando hemos vuelto al comedor, Günther ha hecho la típica bromita de tararear la tonadilla de "tariro-tariro" como si el alemán y yo viniéramos de hacer manitas de la calle. Está claro que el vino de El Bierzo está cumpliendo su papel. Yo, ni corto ni perezoso, he hecho un amago de que me quitaba la camiseta, enseñando a los presentes mi curva de la felicidad. Matías me ha pedido que no me cortase y que siguiese con el espectáculo y yo me he acercado a su oído para decirle "Habitación 315", algo que ha provocado una sonora carcajada en el alemán. Como comentaba ayer, cómo debe de estar el humor en Alemania para que estos mozos se lo estén pasando tan bien conmigo...


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