miércoles, 15 de mayo de 2013

17ª etapa: Burgos


Tras dos semanas de caminata ininterrumpida, he decidido, como decía el gran José María García antes de dar paso a la publicidad, hacer "un alto mínimo en el camino" y tomarme un día de descanso en Burgos. La fisioterapeuta que me atendió ayer me anticipó que sentiría algo de molestias tras el meneo que me iba a propinar y que, si me lo podía permitir, era aconsejable que reposara una jornada. No mentía, la verdad. Por contradictorio que pueda parecer, me encuentro mejor tras el masaje, menos contracturado, pero como si me hubieran dado una paliza. Esto de andar tantos kilómetros sin descanso es como un juego de "pinball", o más bien de "painball". Tu cuerpo es la máquina y el dolor es la bola, que te golpea cada día en una parte distinta de tu anatomía, inclusive en zonas que desconocías que existían. Hoy te duelen los pies, mañana la espalda, pasado se te carga el gemelo y cuando ya pensabas que te habías acostumbrado a todo, la bola entra en el hueco del bonus y te tiembla todo el cuerpo, como si te hubieran dado una patada en los cojones.


Por la mañana he desayunado tranquilamente en el hostal donde me alojo en la parte vieja de Burgos y después me he retirado a mi habitación para escribir un rato, no sin antes despedirme de Kevin y de su madre, que han decidido continuar la ruta. Están haciendo el Camino en tramos y deben regresar a Dublín el Sábado a media tarde, por lo que prefieren sumar kilómetros para quedarse más cerca de Santiago e intentar rematar la faena el año próximo. Al mediodía, cuando ha parado la lluvia que caía desde primera hora de la mañana, he salido a dar un paseo por la ciudad, visitando la Catedral y los edificios históricos más representativos de la antigua capital castellana.


En Burgos hace un frío de muerte. Hace unos años, regresando a Zaragoza con mis padres y hermanos desde Salamanca, ciudad en la que se casó mi primo Iñaki, paramos aquí unas horas para visitar la Catedral y sus aledaños. No recuerdo haber pasado más frío en toda mi vida. Debe ser el aire de la cordillera abriéndose paso entre la meseta, pero lo cierto es que el biruji se te mete en las entrañas y amenaza con dejarte descompuesto antes de que te enteres.




Enfrente del hostal hay un pub irlandés que se llama San Patricio. A mi me cuesta mucho pasar por delante de un pub irlandés y no entrar. Y si el pub se llama San Patricio, ya no es que me cueste, es que ni me planteo pasar de largo. He entrado a última hora de la tarde, justo en el momento en el que comenzaba la final de la UEFA entre el Chelsea y el Benfica, y he pedido en la barra un güisqui a palo seco. Así me enseñó Gavin, mi querido jefe escocés en BBVA Londres, que hay que tomarlos. Y así los tomo siempre. Mano de santo. El frío ha remitido al instante y he continuado con una cerveza. He visto el partido a intervalos, dedicando el resto del tiempo a escribir en mi bloc de notas, contestar emails y pedirle a Teresa, la simpática camarera, los títulos de algunas de las canciones que sonaban en el hilo musical. Al final ha ganado la Copa el equipo inglés, con un tanto en el descuento. Mala suerte para el Benfica.


Le tengo bastante manía al Chelsea desde el año que ganamos la Recopa y nos medimos a ellos en semifinales. Cinco mil seguidores británicos llegaron a Zaragoza, muchos de ellos sin entrada, y arrasaron con todo lo que encontraron a su paso, las existencias de birra en primer lugar. Ya sé que no se puede meter a toda una afición en el mismo saco por el comportamiento de unos cuantos, pero yo estaba allí y aquello fue bastante generalizado. El salvaje oeste.


Recuerdo que tras marcar el Real Zaragoza el tercer gol, que prácticamente sentenciaba la eliminatoria, los hooligans del Chelsea comenzaron a arrancar asientos y a arrojarlos contra la policía. Era tal la violencia, que los uniformados tuvieron que retroceder y protegerse en los vomitorios del fondo sur. Y quien haya corrido delante de la policía española sabe que no es fácil verles dar un paso atrás. Yo estaba en el Fondo Norte, donde algunos ultras del Ligallo comenzaron a escalar las vallas que nos rodeaban en un intento de acercarse a los hinchas ingleses. Siempre pensé que aquello fue un acto de cara a la galería, primero por la distancia que nos separaba de ellos, aún había que cruzar toda la tribuna para dar con alguien que hablara un idioma que no fuera el nuestro, y en segundo lugar porque los hinchas del Chelsea con ganas de camorra eran muchos. Muchos más que aragoneses en cualquier caso. En el momento en que me empecé a plantear si no serían aquellos bárbaros los que comenzarían a saltar la valla para llegar hasta nosotros, la policía nacional volvió a la carga como si del mismísimo séptimo de caballería se tratase, repartiendo estopa a diestro y siniestro, alentados por un estadio que se convirtió en un clamor al célebre grito de: "písalo, písalo" contra los ingleses.

Al día siguiente, viendo el telediario durante la sobremesa, nos merendamos que los medios británicos condenaban el reprobable comportamiento de los hinchas del Chelsea al tiempo que aplaudían la actitud de la afición del Real Zaragoza, ejemplo de deportividad, al entender que, en vez de reclamar que la policía pisoteara las cabezas de los seguidores ingleses, la Romareda, horrorizada ante tanta violencia y en un arrebato hippie colectivo, había prorrumpido con el clásico grito de concordia:  "¡peace and love, peace and love!". Después de comer me dirigí hacia la biblioteca de la Universidad para hacer como que estudiaba un rato. Por aquel entonces yo era un imberbe en su primer año de Facultad. De camino, y mientras aguardaba en un semáforo, un autobús se quedó cruzado en medio del paso de cebra por culpa del tráfico. Sentí que una presencia extraña me observaba desde una de las ventanillas y alcé la vista para toparme con un gordo inglés de unos cuarenta y pico años, lleno de tatuajes y con una papada como la de "Jabba the Hutt" en la Guerra de las Galaxias, que me miraba fijamente. Le aguanté la mirada el tiempo exacto que aquella masa informe de cerveza y "fish & chips" tardó en pasarse lentamente un dedo índice que parecía una morcilla, desde un extremo de su cuello hasta el otro. Debí palidecer un poco, porque el gordo comenzó a reírse al tiempo que, para mi tranquilidad, el autobús arrancó y se perdió por la Avenida de Goya. No me gusta el Chelsea y quiero que pierdan hasta los amistosos. Y cuando pierden, me acuerdo de aquella maldita bola de sebo y el que me río como "Jabba the Hutt" soy yo...




Tras el partido he pedido una última cerveza. He descubierto que vendían Ámbar la Zaragozana, y no me podía marchar sin beberme una. "One for the road", como dicen los ingleses al pedirse la antepenúltima. Parece que fue ayer cuando salí de la estación de Canfranc, en el Pirineo Aragonés, y ya estoy en Burgos, prácticamente en el ecuador de mi peregrinar. Entre alguno de mis amigos más próximos se improvisó una porra en la que el más optimista de ellos decía que abandonaría en Logroño, y yo, por qué no decirlo, tampoco las tenía todas conmigo de que fuera a llegar mucho más lejos. En los últimos años no se puede decir que el deporte, otro que no fuera el levantamiento de vidrio, haya ocupado un lugar prominente en mi existencia. En apariencia se trata sólo de caminar, pero caminar todos los días, una media de 25 kilómetros, te apetezca o no, con los pies triturados del día anterior, llueva, nieve, granice o bajo un sol de justicia, y todo ello con un fardo de cierto peso a tus espaldas. Es una prueba física, sí, pero desde mi punto de vista lo es más mental, y mi experiencia hasta la fecha me dice que aquellos que no tienen una motivación fuerte para estar aquí abandonan. Y abandonan, porque tarde o temprano la pregunta es inevitable: ¿qué coño hago aquí y por qué estoy haciendo esto? ¿por qué tengo que estar pasándolo mal o aguantando incomodidades cuando no tengo ninguna necesidad?. Y si tienes claro qué te trajo hasta aquí y por qué estás haciendo esto, continúas caminando, te agarras con fuerza a este Camino y no bajas los brazos, pese a los calambres en las cervicales, aunque tus pies sean una ampolla que amenaza con devorarte como si fuera un alien. Y lo haces seguramente desde el convencimiento de que si te caes, toca levantarse y seguir en la pelea. Desde la certeza de que el Camino es la vida, y eso es lo único que tienes...




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