sábado, 25 de mayo de 2013

27ª etapa: El Ganso - Molinaseca (35 kilómetros)


No se puede tener todo en esta vida; si bien la buhardilla en la que nos hemos acostado nos ha permitido librarnos del rumor que producen una docena de personas roncando al alimón, su ubicación, encima de la sala de estar donde se sirven los desayunos, ha hecho que nuestras horas de sueño se hayan reducido considerablemente. La culpa habría que atribuírsela fundamentalmente a un raro espécimen, que vive al otro lado de los Pirineos y que tiene la extraña manía de despertarse antes que los propios gallos. Con razón el animalito en cuestión es uno de sus símbolos nacionales más queridos. La etapa de hoy promete ser dura y el día caluroso, por lo que mejor no quedarse retozando en la cama demasiado, pero es que lo de estos tíos, y tías, es exagerao.


He intentado apurar en la cama lo máximo posible y he bajado a ducharme el último. Después hemos desayunado algo de pan con mermelada, café con leche y galletas. Hilly, la chica de Boston, ha optado por el té para combatir la inoportuna gastroenteritis que le viene haciendo la puñeta desde hace un par de días. Me gusta la espontaneidad de muchos norteamericanos, y Hilly no es una excepción. Le encantan las galletas María y, mientras desayunábamos, la manera que ha encontrado de expresarlo ha sido ponerse muy seria mirando una que previamente había mordisqueado y exclamar: "I want María cookies every day in my life!".

He comenzado la etapa con ella y hemos estado un buen rato conversando. Como diría un aragonés de pro: “la Hilly es más maja que el copom”, terminado en m, para darle más énfasis. En Rabanal del Camino, diez kilómetros después de nuestra partida, hemos hecho la primera parada para reponer fuerzas. Ella, aún deshidratada por culpa de la gastroenteritis, ha decidido quedarse un rato más en el pueblo con Zach y Michael, y yo he reemprendido la marcha en solitario para afrontar el alto de Foncebadón y la Cruz de Ferro, según las guías, dos de las subidas más duras del Camino de Santiago.
Sin desmerecer cierto grado de dificultad en la ascensión, más por lo continuado, que por el desnivel, creo humildemente que cuando llevas tantos kilómetros en tus piernas, estas subidas no son para tanto. No es como ir a por tabaco a la esquina, pero tampoco tan fiero el león como lo pintan. Imagino que las advertencias irán dirigidas mayormente hacia aquellos que hayan iniciado su Camino en León, y éste sea el primer repecho importante con el que se vayan a topar.

En el trayecto he adelantado a Óscar, el peregrino al que los médicos dijeron que nunca volvería a caminar, y le he dado una cinta de la Virgen del Pilar que tenía pendiente regalarle. Estaba haciendo un descanso y me ha dicho que siguiera tranquilo, que él esta etapa se la va a tomar con calma. 

Un poco más adelante me he orillado al lado de unos arbustos en busca de un poco de intimidad para comerme un plátano. No hay razón por la que un hombre deba privarse de esta fuente de energía natural, ni de sus propiedades vitamínicas, ni renunciar a su fuente de potasio, mano de santo para las resacas. Pero creo humildemente que un plátano hay que comérselo en la privacidad del hogar, o, si no queda otro remedio, oculto entre las sombras. No es plato de gusto para nadie ver a un hombre hecho y derecho meterse un plátano en la boca. Con profusion, a dos carrillos, dejando tropezones en la comisura de los labios. Comerse un plátano es un acto que un hombre debe acometer con la mayor diligencia y suma discreción. Y en medio de la faena, no hay que molestarlo. Lo contrario a lo que ha hecho conmigo un plasta de Bilbao, al que tenía catalogado de otra etapas como el “Tonetti” del Camino, en homenaje al inolvidable payaso cántabro, y que me ha pegado un susto de muerte al plantarse sigilosamente a mi lado y casi susurrarme: “Parece que necesitas ayuda”... 

Un par de kilómetros antes de llegar a la Cruz de Ferro, he tomado una piedra del piso para dejarla, como manda la tradición, en el montículo formado por miles de ellas depositadas previamente por otros tantos peregrinos. La llegada a la Cruz ha sido emotiva, no lo voy a negar. Ahí, aparte de todas aquellas pequeñas piedras simbolizando las ilusiones y deseos de cantidad de personas procedentes de todo el mundo, también abundan fotos de seres queridos que pasaron a mejor vida y recuerdos de infinidad de lugares distintos. Yo he cumplido con el ritual, y tras anudar una cinta de la Virgen del Pilar a la cruz, junto a un cachirulo que ya estaba ahí, me he retirado ligeramente para dar paso a otros peregrinos y descansar un rato.


Como se suele decir, muchas veces todo marcha sobre ruedas hasta que llega algún gilipollas y la caga. Esta vez el gilipollas ha aparecido en forma de pseudo-equipillo de ciclistas manchegos, sin equipaje y con furgoneta de apoyo, como mandan los cánones, que han llegado esprintando, subiendo al montículo haciendo trompos y desprendiendo piedras que otros, en señal de respeto, habían dejado mucho antes que ellos. Después han tirado las bicis ahí arriba y se han quedado sus buenos diez minutos haciéndose fotos, hablando por el móvil y soltando gansadas, en apariencia muy graciosas por las carcajadas con las que las celebraban. Ah, y jodiendo las instantáneas al resto, que tenían que sacarlas con ellos subidos al montículo, como si aquello fuera el podium de los Campos Elíseos. Les ha faltado repartir autógrafos…



Quien se piense que a recorrer el Camino no vienen mas que ascetas, está profundamente equivocado. Aquí hay de todo, como en la viña del Señor. Y hay un tipo de peregrino, que normalmente va sobre dos ruedas, que tengo bastante calado y que me rompe las pelotas. Es el Peregrino de Competición. La verdad que no hay que ser un experto en la materia para reconocerlo. Pero es que por las dudas el Peregrino de Competición no se esconde, necesita que lo veas, así que no te preocupes, aunque quieras, no te podrás librar de él.

El Peregrino de Competición es el mismo cretino que entra en el vagón del metro arrollándote antes de que salgas tú. El gañán que viene detrás tuyo y ni te mira si le sostienes la puerta para que no se le estampe en las narices. El imbécil al que saludas y no te contesta. Es el mismo soplagaitas que tienes a tu lado en el tren dando voces al teléfono, compartiendo con la humanidad esa importantísima operación que está a punto de cerrarse gracias a él, o ese chascarrillo divertidísimo que protagonizó el siglo pasado y que nos importa a todos tres cojones. Es ése jefe capullo que se cuelga la medalla cuando todo va bien, “menos mal que estoy yo aquí”, y le falta tiempo para señalarte cuando las cosas se tuercen; o ése compañero de trabajo mediocre que no tiene huevos para asumir responsabilidades, pero está esperando como un ave carroñera para arrojarse sobre aquellos que se equivocan. Es ése listo que intenta pasar delante tuyo en una cola como si fueras tonto del culo o te pide que le guardes la vez mientras se va a realizar otras gestiones; el idiota que acelera para no parar en el paso de cebra al tiempo que te muestra sin mirarte la palma de la mano, “tú y tus cosas mundanas pueden esperar, yo no”; el que te daba lecciones financieras cuando las cosas iban viento en popa y ahora la culpa de todo la tienen los demás, cualquiera menos él, que es mu listo.

Al Peregrino de Competición no le llega para correr el Tour de Francia, pero tiene el Camino de Santiago para demostrarnos que es la hostia, que como él hay muy pocos. No le verás pedalear más de una semana, - tiene que regresar enseguida para aburrir al personal con sus hazañas - , ni hablar con la gente ni pararse a ayudar a alguien que no puede dar un paso más ni ceder su sitio en el albergue a cualquiera que esté en peores condiciones. El Peregrino de Competición está aquí en una misión especial, y si no estuviera muy por encima de todas esas tonterías, correría el riesgo de distraerse del objetivo realmente importante de todo esto: él. Ante el Peregrino de Competición debes apartarte. Y si te descuidas te pegará un berrido a ti, despreciable mortal, que con tus cansinos andares estorbas a esta estrella alada en su trayectoria imparable hacia Santiago. El Peregrino de Competición es, a fin de cuentas, un pobre desgraciao que lo único que habrá aprendido tras una semana en el Camino es algo que ya sospechaba: que el mundo funciona gracias a tipos cojonudos como él…

Tras unos minutos de respiración profunda para recuperar la paz interior y una breve charrada con dos paisanos aragoneses, he iniciado en solitario el descenso hacia Manjarín, una aldea abandonada donde mi guía anuncia que sólo hay un pequeño refugio de montaña regentado por unos templarios. Ha sido leer templarios y marcar Manjarín como parada obligada. Sí, un ratico de cháchara con unos templarios perdidos en un pueblo remoto de los montes de León, es lo que necesito en este momento para reconciliarme con el género humano.



Habré llegado media hora después y, como barruntaba, no he quedado decepcionado con lo que ahí me he encontrado. Cuatro casas de piedra medio derruidas y, al lado de la carretera, un poco más adecentadas, un par de viviendas que hacen las veces de tienda-bar y refugio para dormir. Cobijándose del fuerte calor reinante, bebiendo cerveza y fumando, tabaco por las dudas, me he topado con una señora sin dientes, un joven de unos treinta y pico años con barba de varios días y una camiseta con una cruz templaria y un señor de cierta edad con un chaleco de cuero y un sombrero de cowboy. He deducido que la Harley que estaba aparcada a la entrada del pueblo era suya. A los pies de estos tres personajes jugueteaban un perro y un gato en perfecta armonía. Un poco más apartadas, había un par de peregrinas que me han resultado de origen germánico, pese a que no han dicho ni mu. Parecían muy concentradas, no sé muy bien en qué, y en un momento dado he tenido la impresión de que iban a ponerse a levitar antes de que nos diéramos cuenta.

Mi querido amigo austríaco Günther, ya me había advertido que este lugar forma parte de la "Ruta de la Energía", de la que él no se está saltando ninguna estación. Cómo les va a los germánicos todo este rollico esotérico de las energías y demás historias. Yo la verdad que soy bastante escéptico con estas cosas. Recuerdo que en mi visita a Machu Pichu, en Perú, te recomendaban que acercaras tu mano a una especie de roca de la que supuestamente brotaba una fuerza sobrenatural. A mi alrededor la gente cerraba los ojos y alguno parecía que iba a convulsionar en cualquier momento. A mi me temblaba la mano, no lo ocultaré, pero de la resaca que llevaba por culpa de los piscos que me había tomado la noche anterior. Vamos, que no sentí un carajo...

Pese a que antes de llegar barajaba la posibilidad de quedarme en el refugio templario a pasar la noche, tan pronto como sus inquilinos me han informado de que no hay ducha y de que el baño es un agujero en el suelo, en medio de aquel montón de piedras que veía enfrente, he decidido que proseguiría mi camino. He adquirido en el puesto que tienen con recuerdos, un pañuelo con la cruz templaria y el nombre del pueblo impreso, para enviárselo a un amigo mío que se apellida Manjarín. Le he preguntado al joven con barba de varios días si es templario y él se ha echado a reír y me ha respondido que qué me creo, que si esto de ser templario es llegar y besar el santo. Yo la verdad que no sé cuál es el proceso, pero desde luego si que te nombren caballero consiste en aguantar un año sin ducharte y cagando de cuclillas en un agujero en el campo, que no cuenten conmigo. El papel de la señora sin dientes no me ha quedado claro, la verdad; y el del señor del chaleco y el sombrero de cowboy tampoco, ya que me ha confirmado, con un aliento a cerveza que casi me tira al suelo, que él tampoco es caballero templario. Les he preguntado que si no hay caballeros cómo es posible que aquello sea un refugio templario, y ellos me han sacado de dudas hablándome de un tal Tomás, que por lo visto es el que pilota aquello, y que precisamente hoy no está por aquí. Me han contado también que todos los días, a las 11 de la mañana, hay una celebración, presidida por Tomás y asistida por el resto, en la que los peregrinos se encomiendan a los Ángeles custodios.



Me he despedido efusivamente de los aspirantes a Caballero y les he deseado mucha suerte en su empresa, para reemprender a continuación la marcha y acometer siete kilómetros de ligera ascensión primero y dura bajada después hasta el Acebo, a través de torrenteras y terreno pedregoso, que me han dejado las piernas temblando. En el Acebo me he detenido para comer algo y evaluar si me quedaba ahí o continuaba hasta Molinaseca, lugar donde el austríaco Günther me había comunicado por medio de un mensaje que había terminado la etapa y donde me emplazaba a juntarnos para cenar. Desde el albergue me ha saludado con una sonrisa una alemana algo siniestra que viaja acompañada de su hija y que me recuerda a la protagonista de la película Misery, momento en el que he decidido que intentaría seguir hasta Molinaseca.


Tres kilómetros después de el Acebo me he detenido en un merendero a la salida de Riego de Ambrós, porque las fuerzas me empezaban a fallar. Me quedaban casi cinco kilómetros, más o menos una hora adicional a paso ligero, y he pensado si no sería más conveniente quedarse en ese pueblo, pues pese a ser las siete de la tarde, el sol de montaña seguía apretando, ya llevaba en el cuerpo treinta kilómetros de media montaña y estaba lo suficientemente cansado. Reconozco que no es muy sensato insistir en el esfuerzo cuando no tienes ninguna necesidad, pero la imagen del madrileño Óscar, subiendo hacia la Cruz de Ferro como un jabato, y las ganas de ver al austríaco Günther y escuchar de nuevo su sonora risa me han empujado a continuar.


En Molinaseca he buscado un hostal que ofreciera habitaciones individuales donde poder descansar después de esta extenuante jornada. Tras una ducha caliente y los acostumbrados ejercicios de estiramiento, he salido a las calles del pueblo al encuentro de Günther. Lo he encontrado en Casa Ramón, un templo gastronómico donde he disfrutado de una opípara cena y una botella de vino del Bierzo gentileza del austríaco. Nos han acompañado, Alexandra y Bruno, dos alemanes que Günther se ha encontrado en el Camino. Ella es pelirroja y lleva unas trenzas como las de Pipi calzaslargas, y él tendrá unos sesenta años, y es menudo y fibroso. Hemos compartido los avatares de los últimos días, al tiempo que pedíamos una segunda botella de vino. Bruno nos ha estado contando que hace un par de días se le acercó una coreana que no conocía de nada y le preguntó sonriendo si estaba casado. Bruno contestó que no y ella a continuación le preguntó si era homosexual. Bruno, algo intrigado por el cariz que estaban tomando los acontecimientos, volvió a responder que no y desde ese momento la tuvo pegada como una lapa hasta que consiguió darle esquinazo y acelerar el paso para no volver a encontrársela más. Me ha advertido que tenga cuidado si me la cruzo y yo le he dicho que por qué debería de tener cuidado, si soy heterosexual. La ocurrencia les ha hecho tanta gracia que casi se caen los tres de la silla. Me imagino que el vino habrá hecho lo suyo, pero madre mía cómo está el humor en Alemania.


Günther me ha preguntado si había parado en el refugio templario de Manjarín. La verdad que ya estaba echando en falta la pregunta de marras. Me ha preguntado igualmente si había notado la energía del sitio y le he dicho que sí, que los tres personajes que he visto ahí tiraos bebiendo cerveza tenían la energía suficiente para desplazar el Himalaya. Günther me ha contado que ha madrugado hoy para llegar a tiempo al rito que se celebra todos los días a las once de la mañana y que al llegar ahí se ha encontrado con la decepcionante noticia de que los oficios habían sido suspendidos porque el maestro de ceremonias había tenido que desplazarse a Madrid. Günther les ha debido preguntar a los que estaban ahí si ellos no se valían para tomar la alternativa y al parecer le han respondido que no, que ellos no están capacitados y que sin el Caballero templario no hay celebración que valga. Günther, algo confuso por su condición de foráneo, ha querido saber mi opinión acerca del tema y si yo creía que le habían dicho la verdad o si por el contrario no les apetecía oficiar y le han despachado con excusas peregrinas. Para su tranquilidad, le he dicho a Günther que si los tipos con los que se ha encontrado son los mismos con los que he coincidido yo, puede dormir tranquilo, porque para el único ritual para el que los he visto preparados, es para abrirse una lata de cerveza y bebérsela de un trago...



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