domingo, 12 de mayo de 2013

14ª etapa: Santo Domingo de la Calzada - Belorado (23 kilómetros); o de cómo conocí a la irlandesa Fiona...


Tras dejar atrás el hostal en Nájera donde nos hemos alojado este fin de semana, Miguelo y yo hemos puesto rumbo a Belorado, lugar donde ha terminado nuestra etapa de hoy. Hemos aparcado el coche enfrente de la Iglesia de Santa María la Mayor, para después aventurarnos por las calles del pueblo en busca de alojamiento para esta noche. Todos los albergues privados y pensiones estaban ocupados, así que hemos tenido que ir hasta la salida de Belorado para encontrar acomodo en un hotelito llamado Jacobeo, pequeño pero muy bien habilitado y a un precio más que razonable.

En la recepción estaba con algo de estrés el dueño del establecimiento. Por un lado trataba de lidiar, en un inglés macarrónico, con un alemán que no estaba de acuerdo con el precio que aparecía en su factura, y por el otro tenía en línea a unos peregrinos con los que no se entendía porque aparentemente no hablaban español. Se ha hecho tal lío que les ha dicho a los del teléfono: "y el IVA quién lo paga, ¿mi madre?", y al alemán que tenía enfrente y que no quería pagar el IVA: "espere un momento, que no entiendo nada". Pese a que me he ofrecido para intentar averiguar lo que decían quienes se hallaban al otro lado del hilo telefónico, el dueño le ha pasado el aparato a su mujer, que por lo visto habla inglés. Ella, en un perfecto castellano y sin tener que usar una palabra en otro idioma, les ha reservado habitación doble para esta misma tarde. Al colgar, le he dicho a la mujer que su inglés es mucho mejor que el mío, y ambos nos hemos reído para escarnio de su marido, quien nos ha espetado airado que a él esos cabrones no le habían dicho ni una palabra en castellano.

Tras dejar las cosas en mi habitación, la mujer del recepcionista nos ha acercado hasta Santo Domingo de la Calzada, lugar desde el que hemos caminado los veintitrés kilómetros de esta etapa. Serían las doce del mediodía cuando hemos comenzado nuestro periplo. Al empezar tan tarde, han sido pocos los peregrinos con los que nos hemos cruzado. La mayoría de los que recorren el Camino durante estas fechas son extranjeros, muchos de ellos gentes sin civilizar, como denotan sus extrañas costumbres: se levantan a las seis de la mañana, cuando no antes, para caminar y a las nueve de la noche ya están durmiendo, algunos de ellos la mona. Yo la verdad que no les entiendo. Prefiero levantarme a las ocho, desayunar tranquilamente, y ya después iniciar la marcha, pararme durante el trayecto, conversar con la gente con la que me voy encontrando. Y si llego al destino a las seis o siete de la tarde, pues estupendo, los días alargan hasta más allá de las nueve de la noche y el calor que pueda hacer algún día es más que llevadero. Pero en fin, allá cada cuál...


La etapa de hoy, para que voy a mentir, ha sido la más insulsa hasta la fecha. La mayor parte del Camino discurre en paralelo a una carretera nacional atestada de camiones. Menos mal que estaba Miguelo para darme animada conversación. A unos siete kilómetros de Santo Domingo de la Calzada hemos parado para almorzar en Grañón, el último pueblo de La Rioja. En uno de los bares de la localidad nos han servido uno de los mejores pintxos de tortilla jugosa que he probado en mi vida. Estaba tan buena que, antes de reemprender la marcha, hemos pedido un par de bocadillos para llevar. A la salida de Grañón hay un mirador desde el que se divisa la meseta y el punto donde comienza Castilla, como nos han señalado un grupo de ancianos que estaban ahí echando la mañana.




Tras adentrarnos en la provincia de Burgos, nos hemos vuelto a detener en Viloria de Rioja, a unos ocho kilómetros, para zamparnos los bocatas de tortilla de patatas. Un perro olisqueaba por el merendero donde nos encontrábamos y hemos compartido algo de pan con él. Lo hemos sentido mucho, pero la tortilla estaba demasiado buena como para dejársela probar al pobre animal. El Camino hasta esta villa ha sido algo más agradable porque se separa unos dos kilómetros de la carretera nacional, lo que permite al caminante olvidarse de los camiones por un rato.

A eso de las cuatro y media de la tarde hemos llegado a Belorado. En la recepción hemos encontrado al dueño más sosegado, a la par que asombrado de volver a vernos tan temprano. La verdad que, pese a realizar un par de paradas de media hora, hemos completado la etapa en un periquete. El terreno que hemos atravesado era todo llano y no había mucho donde detenerse, así que nuestro deseo era terminar lo antes posible.

Tras una ducha, nos hemos acercado al pueblo y nos hemos sentado en la Plaza Mayor a tomar una cerveza. Me ha parecido ver a Eva, la californiana, y me ha parecido también que se estaba haciendo la sueca. Cosas de jóvenes - he pensado mientras me acercaba a saludarla. Tras hacerse la sorprendida y decirme que no sabía que estaba ahí, un clásico, me ha confesado que está mucho mejor de su cojera tras dos días de descanso, y que mañana va a volver a caminar. Le he dado recuerdos para su padre, quien imagino habrá gozado los días precedentes sin tener que preocuparse del paradero de su hija, y me he despedido de ella con la seguridad de que al día siguiente, en algún momento de la jornada, me la encontraría, seguramente extenuada en algún ribazo.

Después de la cerveza, Miguelo y yo nos hemos desplazado a un pequeño bar en una de las callejuelas próximas a la plaza y hemos cenado una ensalada mixta y un par de pintxos morunos que estaban de miedo. Tras la cena he despedido a Miguelo, pues aún tenía un buen paseo de vuelta a Pamplona, en coche por las dudas, y le he dado las gracias por todo lo que ha hecho por mi durante estas dos primeras semanas de peregrinación. Más tarde, y tras subir a mi habitación para coger mi bloc de notas, he bajado al bar del hotel para tomarme una copa de Ribera del Duero y escribir un rato. En la barra me ha atendido una camarera holandesa muy simpática con la que he estado conversando unos minutos. Mientras escribía, me ha parecido reconocer a un grupo de alemanes que conocí en la fuente del vino de Iratxe, y a los que puse a bailar can-can mientras grababa con mi cámara. No sé si por efecto del vino, del sol, o por una combinación de ambas, pero los teutones parecen un ejército de luciérnagas. He estado tentado de decirle a la holandesa que apagara las luces para ahorrar, porque con apretarle a uno de los gusi-luz alemanes a la altura del esternón íbamos a tener suficiente con la energía que irradiaba de sus enrojecidos rostros.

Al rato, y de manera muy cortés, me he incorporado rápidamente para evitar que una mujer que venía haciendo eses hacia la puerta de salida del bar se pegara un trompazo, y para abrirle la puerta después. Ella, quien por su aspecto físico me ha recordado extraordinariamente a la mediática Tamara, la hija de Margarita seis-dedos, me ha dado las gracias en inglés y se ha disculpado con la excusa de que iba a fumar un cigarrillo fuera. A mi me ha extrañado un poco que tuviera que salir fuera para fumar, porque lo que sostenía entre los dedos de una de sus manos, la otra la ocupaba una copa de vino blanco, era uno de esos cigarrillos de última generación para abandonar el vicio, que lo único que echan es vapor de agua. No habían pasado ni cinco minutos cuando la irlandesa Fiona, que así me ha confesado que se llama, ha vuelto al interior del local para sentarse, sin pedir permiso, en la mesa que un servidor ocupaba. No hubiera tenido que pedirlo, la verdad, porque mi diván está permanentemente abierto para personajes susceptibles de aparecer en estos relatos, y yo ya intuía en aquel momento, sin conocerla, que al final de mi viaje Fiona ocuparía un lugar de honor entre los protagonistas de mi diario.


Tras las presentaciones, Fiona me ha preguntado si soy paisano suyo. La verdad que esto no es nuevo, y me pasaba mucho cuando vivía en Londres, que mucha gente pensaba que era irlandés o escocés, hasta que abría la boca y mi acento me delataba, claro. La verdad que si no me pareciera bastante a mis hermanos, hace días que me habría sentado con mis padres para decirles que ya soy lo suficientemente mayor como para que me cuenten la verdad.

Fiona me ha estado contando que ha decidido alojarse en este hotel porque está hasta las narices de dormir en los albergues de peregrinos. Que le parece muy bien el rollo éste del Camino de Santiago, pero que no hay causa en el mundo, por elevada que sea, que justifique que ella tenga que dormir rodeada de tíos que roncan y que huelen fatal. Me ha contado, horrorizada, que ayer le tocó un francés durmiendo en la litera de al lado que olía literalmente a mierda y que estuvo regalando ventosidades a diestro y siniestro durante toda la noche. Pese a que yo no le he preguntado por los detalles, Fiona no ha escatimado en recrear una escena que me ha empezado a poner mal cuerpo.

La decisión unilateral de Fiona de no volver a meterse en un albergue, le ha costado una discusión con su compañera de peregrinaje, que entiende que dormir con el resto de peregrinos es parte de la experiencia, y que hacerlo en una habitación individual, con todas sus comodidades, lo desvirtúa. Para terminar de joderla, y en un intento de darle un carácter más ascético si cabe al Camino, la acompañante de Fiona ha decidido dejar de empinar el codo hasta que llegue a Santiago, promesa que ha terminado de distanciar a las dos irlandesas: "esta cretina, que en Irlanda se bebe dos botellas de vino todas las noches, ha tenido que venir aquí para decidir que no prueba ni gota, ¿qué te parece? - me ha preguntado Fiona mientras daba otro sorbo a su copa. Yo, por supuesto, le he contestado que me parecía muy mal, y que eso no se le hace a un colega.




La conversación se ha alargado y Fiona me ha confesado que está aquí porque hace unos meses falleció su padre, y que cuando su amiga le propuso venir pensó que sería una buena manera de desconectar e intentar poner un poco de orden en su vida. No me ha dado la sensación, vista la cantidad de vino que lleva en el cuerpo, que esté sacando adelante este propósito, pero bueno, he pensado que tampoco hay que alarmarse porque nos quedan muchos días hasta llegar a Santiago. Fiona me ha contado que se casó joven y que tuvo dos hijos, pero que pronto su matrimonio hizo aguas y tuvo que criarlos ella. Es trabajadora social, y se ocupa de adolescentes problemáticos en reformatorios de la localidad irlandesa donde vive. Fiona me ha contado que estaba muy unida a su padre. Tras apurar de un trago su copa de vino, y conteniendo el llanto al tiempo que me miraba fijamente a los ojos, me ha dicho: "él me enseñó a montar a caballo, a disparar un arma, a darle una patada a un balón, ¿sabes lo que eso significa?, ¿lo sabes?. Yo la verdad que me he quedado sin palabras. Lo primero que me ha venido a la mente es que su padre pidió un talonador para la selección nacional de rugby irlandesa y que la cigüeña se hizo la pija un lío con el encargo y la dejó a ella, pero claro, eso no se lo iba a decir, así que he optado por no decir ni pío. Tras unos segundos de tenso silencio aguantándonos la mirada, Fiona me ha soltado un: "te invito a un trago", que me ha puesto los pelos como escarpias.



Le he comentado a Fiona que en nuestro país es costumbre que sea el caballero el que se encargue de que no le falte de nada a la dama y ella se ha erguido como un pavo real, momento en el que me ha dado por pensar que mi exceso de cortesía podía ser malinterpretado. Me he acercado a la barra y le he pedido un par de copas de vino, una blanco y la otra de tinto, a la camarera holandesa, quien, al ver con quién estaba sentado, me ha dicho que no creía que fuera una buena idea porque ella ya le había servido ocho copas con anterioridad y que cuando le sirvió la primera, los síntomas de embriaguez ya eran evidentes. Por si me quedaba alguna duda, ha reforzado su argumento contándome que hace una hora ha tenido que limpiar una potada con forma de trébol en la puerta del bar. No me ha quedado más remedio que darle la razón a la camarera holandesa y decirle que no se preocupara, que le diría a la irlandesa que estaban cerrando y que no servían más.

En mi regreso a la mesa, me he quedado paralizado al contemplar cómo Fiona, aprovechando mi ausencia, se estaba perfilando los labios con un lápiz de color rojo intenso. Lo de perfilar es un decir, porque más me ha recordado a mi hermana pequeña cuando le cogía en un descuido las pinturas a mi madre y se embadurnaba la cara. He creído oportuno cortar por lo sano, pues me daba la impresión de que las cosas estaban llegando demasiado lejos y le he dicho a Fiona que el bar estaba cerrando y que no servían más. Ella, con esa cara propia de quien está hasta el gorro de tener que lidiar con inmaduros que no saben cómo tratar a una mujer de verdad, me ha despedido con un frío: "no te preocupes y vete a descansar, que lo necesitas". He subido a mi habitación como alma que lleva el diablo y he cerrado con pestillo. Al rato he oído unas pisadas, y el ruido de una llave jugueteando con una cerradura. El ruido se ha prolongado durante algunos minutos, minutos en los que yo, metido en la cama como estaba, iba subiendo la manta un poco más arriba, como si fuera el protagonista de una película de terror, temeroso de que la puerta que intentaba abrir Fiona fuera la mía. Finalmente la irlandesa ha conseguido acceder a su habitación, e instantes después he escuchado un tremendo estruendo. Cómo en una de esas bromas pesadas, creo que alguien le ha movido la cama a Fiona justo en el momento en el que se iba a acostar...















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