jueves, 23 de mayo de 2013

25ª etapa: León - Hospital de Órbigo (34 kilómetros)


La etapa de hoy ha sido bien monótona. La salida de León se prolonga en exceso y se atraviesan demasiados núcleos urbanos como para tener la sensación de que estás al aire libre o en medio de la nada. Tan sólo rescataría el último tramo desde San Martín del Camino hasta Hospital de Órbigo, cuyos kilómetros iniciales discurren por un sendero con árboles a los lados. Así, en el Camino, como en el día a día, hay jornadas que suprimirías, pero que tienes que recorrer igualmente para llegar a la meta. A estas alturas, se agradece haber alcanzado un cierto grado de forma física, porque devoras kilómetros sin darte cuenta. Treinta y cuatro de ellos en la primera semana, y más de estas características, hubieran sido mortales de necesidad. Pero cerca del mes andando sin parar, ya tienes la seguridad de que pocas cosas te pueden distraer de tu objetivo final, que no es otro que llegar a Santiago de Compostela.


He caminado la mayor parte del tiempo sólo. No me he encontrado caras conocidas, y además, como mi idea era regresar al final de la etapa a León para abusar una noche más de la hospitalidad de David, no me he entretenido en demasía hablando con otros peregrinos, como suele ser mi costumbre. Como ya he referido con anterioridad, a David lo conocí en Suecia, hace ya unos cuantos años. Aquel año fue fundamental en mi vida. Decidí marcharme a estudiar al extranjero, harto de una vida sin muchas motivaciones y de arrastrarme por las aulas de la Facultad de Económicas de Zaragoza sin demasiado éxito. Estaba bastante atrás en el ranking para elegir plaza, y lo cierto es que albergaba pocas esperanzas de que me tocara una para estudiar en inglés, que era lo que realmente quería para aprender el idioma. Contra todo pronóstico, y pese a que en años precedentes era uno de los primeros destinos solicitados, me tocó en suerte un lugar para ir a Estocolmo. Más de una vez me he preguntado si aquello fue obra del destino. Lo cierto es que gracias a aquella experiencia fuera aprendí inglés y aprobé aquel curso entero. Si no me hubiera armado de valor para pedir un préstamo y marcharme con lo puesto a Suecia, dudo que después me hubiera ido a Belfast sin trabajo y sin dinero y a Londres en las mismas condiciones. Si lo hice, fue porque ya lo había hecho una vez y aquella experiencia me enseñó que con mucha determinación y algo de ingenio, un españolito de a pie puede llegar bastante lejos si se lo propone.



Los inicios no fueron fáciles, claro. Nunca lo son. Mi padre no apoyaba este proyecto, que consideraba la enésima idea feliz de una mente dispersa. Cuando le anuncié que era mi intención irme a Suecia para proseguir mis estudios, papá, con esa sinceridad de la que sólo los aragoneses podemos presumir, me dijo: "pero vamos a ver tontolaba, si no apruebas estudiando en tu propio idioma, cómo pretendes que me crea que lo vas a hacer en uno que no es el tuyo y que además no hablas". La verdad que no pude rebatir la lógica aplastante de mi padre, pues mi historial de fracasos previos y mi desconocimiento de la lengua de Shakespeare, lengua en la que se cursaban las asignaturas del programa internacional de la Universidad de Estocolmo, apuntaban a un naufragio sin paliativos en aguas bálticas. Me compuse como pude tras aquel derechazo dialéctico y le dije, con mucho temple, que la decisión estaba tomada y que si hacía falta me endeudaría o trabajaría allí, que él no se preocupara por nada, que bajo ningún concepto mi decisión provocaría un perjuicio a la economía familiar.

Le dije a mi padre que no se preocupara, pero lo cierto es que yo sí que estaba preocupado. Estaba cagado. Pero el miedo a quedarme en Zaragoza, y no ser capaz de pelear por aquello que yo creía que era lo mejor para mi, era mayor al acojono por marcharme de casa, contraviniendo la voluntad de mi padre, e irme a Suecia a sacarme las castañas del fuego. Así que pedí un préstamo y me lancé a una aventura sin la cuál no habría tenido mi último trabajo, ni tampoco el anterior, ni el primero, ni habría escrito para un periódico, ni hablaría inglés, ni habría conocido a David ni a tantos otros, ni seguramente estaría escribiendo estas líneas, o si las estuviera escribiendo, muchos de los que leen esto y a quienes aprecio, no lo estarían haciendo. En la vida pasan cosas cuando te mueves, cuando caminas. Aunque tus pasos parezcan erráticos, aunque te equivoques, aunque tropieces. Lo importante es seguir caminando. Si optas por el lamento o por bajar los brazos, lo único que pasa es que cada día estás más hundido en el fango, como estaba yo hasta que decidí marcharme a Suecia.



Durante los tres primeros meses en Estocolmo mi nivel de inglés eran tan bajo que no me enteré de nada. En los corros que se formaban con otros estudiantes europeos me reía del primer chiste cuando ya estaban contando el tercero. Recuerdo que la Universidad ofrecía a la llegada la posibilidad de tener un tutor, un estudiante sueco que me ayudaría con los trámites iniciales para encontrar alojamiento e inscribirme en las asignaturas que cursaría después. Normalmente el estudiante que te asignaban hablaba tu misma lengua, con idea de que pudierais hacer intercambio de idiomas. Aquello me pareció muy buena idea, ya que podría practicar inglés con esta persona al tiempo que solventaba los tediosos trámites burocráticos. Jonas, que así se llamaba el sueco que me tocó en suerte, no apareció en ninguno de los momentos en los que hubiera necesitado su ayuda. Menos mal que mi gran amigo Erik, a quien había conocido mientras él hacía su Erasmus en Zaragoza, estuvo pendiente de mi y se ocupó de todo, sino me da que hubiera acabado durmiendo debajo de un puente durante los primeros días. Jonas había estado el semestre anterior estudiando en Granada y enseguida lo calé: quería un profesor gratis de español. Menos mal que los jetas somos los del sur de Europa. Quedé con él un par de veces y pese a que le sugerí que habláramos media hora en español y media en inglés, él siempre hablaba nuestro idioma, y yo obviamente también, pues ya he dejado claro que por aquel entonces no era capaz de hablar otro.

La tercera vez que Jonas me propuso quedar, estaba conmigo en Estocolmo mi querido amigo Luiso, que había aprovechado sus vacaciones de verano para venir a visitarme. Le comenté el caso y juntos nos propusimos darle una lección en español que nunca olvidaría; una clase magistral en castellano que le iba a poner a levitar y a tocar a Cervantes con las yemas de los dedos. Acordamos, inspirados por nuestro admirado Ozores, que hablaríamos un español absolutamente ininteligible con el que se le iban a quitar las ganas a aquel caradura de seguir practicando, al menos con nosotros. El diálogo que entablamos con él fue, más o menos, del siguiente estilo:

- Yo: Jonas, presentarte permíteme Luis, amigo de Zaragoza grande.

- Jonas (guiñando el ojo como Millán, de Martes y Trece, en la historia de Encarna y la empanadilla): Encantado Luis, me llamo Jonas.

- Luis: Hombre Jonas, Javier hubiera o hubiese comentado que ganas de tener conversación en español con tú.

- Jonas (con una sonrisa algo forzada): Sí, sí, conversación...

- Yo: Luis, donde lo ves ahí, Jonas, habiendo de ser un excelente profesor, con dominio de cualesquiera de registros gramaticales, ser de gran ayuda en aprendizaje...

- Jonas (a estas alturas, el sueco ya sólo tenía una ridícula sonrisa en la cara, como la del recluta patoso en "La chaqueta metálica")

- Luis: En Granada deberías tener que haber aprendido que algunas palabras en español hubieran o hubiesen tenido su origen en el árabe, ¿no, Jonas?...

Y así estuvimos un rato, hasta que nuestro amigo sueco se excusó diciendo que tenía algo importantísimo que hacer.




Imagino que no hace falta que confirme que no volví a ver al gilipollas de Jonas en todo el año. Con quien aprendí realmente inglés fue con mi amigo Pete, un escocés de Glasgow con un acento característico y muy marcado. Los dos teníamos problemas de comunicación con el resto de estudiantes. Yo porque no tenía ni puta idea de inglés y Pete porque, pese a ser prácticamente el único de los estudiantes que tenía ese idioma como lengua materna, no había dios que se pudiera manejar con su acento.



Recuerdo que ya tenía visto a Pete de algunas fiestas en la Universidad. La verdad que viniendo de las Islas, venía de la "Champions League" del bebercio y se agarraba unas trompas de campeonato. Una vez, mi amigo Bosco se lo encontró volviendo descalzo a casa, haciendo eses sobre la nieve, y ni corto ni perezoso se lo cargó sobre los hombros y lo llevó hasta su habitación como si fuera un herido de guerra. Y lo cierto es que para nosotros, imberbes bebedores de provincia, era todo un héroe.


El primer día que hablé con Pete fue en una fiesta que se había organizado en uno de los corredores de la residencia de la Universidad donde vivíamos. Pete estaba sentado en un sofá y se estaba quedando frito de la castaña que llevaba. En un intento de rescatarlo del sopor etílico, le dije, y no mentía, que me gusta mucho el himno nacional escocés y que si me lo podía cantar. Pete me miró apretando mucho los ojos para ver si aquello era real o fruto ya de su imaginación, y después comenzó a cantar a grito pelado, extendiendo los brazos en forma de cruz como si fuera William Wallace antes de ser destripado por su verdugo: "Flower of Scotland, when we will see your like again....", momento en el que, como si lo hubieran desactivado de un respirador, Pete bajó los brazos y se quedó dormido. Le di un ligero codazo para que despertara y le recordé que me estaba cantando el himno escocés. Él se disculpó y de nuevo comenzó, pero esta vez sólo pudo llegar a decir "Flower" antes de caer sumido en un profundo sueño. Gracias en buena parte a Pete, aprendí inglés aquel año. Él tuvo la paciencia suficiente para hacerse entender, explicarme términos que me eran ajenos y buscar sinónimos hasta que yo conseguía comprender lo que él me quería decir. Otro me hubiera esquivado como a un leproso. Él hizo gala de un sentido de la amistad que aún perdura.




Llegando a San Martín del Camino me he encontrado a Jesús, uno de "Los Violentos de Kelly" de Barcelona, y hemos recorrido juntos los casi ocho últimos kilómetros hasta Hospital de Órbigo. Jesús me ha estado contando que el resto de "Los Violentos" han optado por otra ruta y que terminarán la etapa en Villar de Mazarife. Él se ha quedado en un albergue de Hospital que ya conocía de las dos veces anteriores en las que ha hecho el Camino, y yo he tomado el autobús de vuelta para León, donde tras reposar un rato en casa de David, me he reunido con él y con la coreana Kim en The Wall.

En The Wall, Johny nos ha servido cerveza y un vaso de vino blanco para Kim, quien nos ha confesado que en Corea no se había acabado un vaso de vino en la vida. Con Jonhy trabaja a ratos una camarera llamada Nadia. David ya la conocía y se la ha querido presentar a Kim. Ella se ha abalanzado sobre la coreana para darle dos besos y Kim casi se cae de la banqueta al retroceder y al azar los brazos para detener el ataque, convencida, como yo creo que estaba, de que Nadia le iba a soltar un par de hostias. La verdad que los orientales, esto de la invasión de su espacio físico, lo llevan fatal. Para ellos lo de las presentaciones es algo muy formal, donde se deben guardar las preceptivas distancias. Empiezo a pensar que a Kim no la van conocer cuando regrese a casa, bebiendo vino y repartiendo besos a diestro y siniestro. No sé si hay punks en Corea, pero me da que a su regreso, Kim les vas a resultar lo más parecido a ellos...








No hay comentarios:

Publicar un comentario