sábado, 11 de mayo de 2013

13ª etapa: Nájera - Santo Domingo de la Calzada (22 kilómetros)


Este fin de semana mi amigo Miguelo ha decidido hacer un poco de ejercicio y desplazarse desde Pamplona para acompañarme en un par de etapas. Hemos acordado fijar la base de operaciones en Nájera y de ahí caminar hoy hasta Santo Domingo de la Calzada, para mañana ir con el coche hasta Belorado, ya en Castilla y León, y tomar un taxi que nos devuelva a Santo Domingo de la Calzada con idea de recorrer a pie los 23 kilómetros que separan a la localidad riojana de la burgalesa. Pese a habernos levantado temprano, nos hemos tomado la mañana con bastante tranquilidad. Hemos desayunado abundantemente en una cafetería que está enfrente del Monasterio de Santa María la Real, tras lo cuál hemos realizado la visita al citado Monasterio, importante lugar de culto donde reposan los restos de los reyes de Nájera-Pamplona.

A eso de las once de la mañana hemos iniciado la marcha con bastante parsimonia, dejando atrás unos cerros de vivo color rojizo desde los que se divisa Nájera. Aprovechando que tenemos habitación en el pueblo por una noche más, he decidido dejar la mochila, lo que ha agradecido mi espalda de manera infinita.


Tres o cuatro kilómetros después de nuestra partida, nos hemos topado con un rebaño de ovejas y con una peregrina que miraba estupefacta a los animales. La peregrina en cuestión, la cuál ha confesado que era la primera vez en su vida que veía un rebaño de ovejas, ha resultado ser una joven finlandesa que habla bastante bien el castellano, gracias al año de Erasmus que pasó en España y a seis meses en los que trabajó para una ONG en Ecuador. Hemos caminado juntos hasta Azofra, un pueblo que dista unos seis kilómetros de Nájera, para una vez allí separarnos, pues la finlandesa nos ha dicho que ya había recorrido suficiente distancia hoy. Ella ha ido en busca del albergue municipal, o eso nos ha hecho creer, y, Miguelo y yo, hemos buscado refugio en un bar en el que almorzar.

No habrían pasado ni cuatro kilómetros desde que hemos dejado atrás Azofra, cuando a unos 100 metros de distancia, en un tramo del Camino que discurre paralelo a la autovía, me ha parecido adivinar la silueta de la finlandesa que supuestamente terminaba su etapa en el pueblo anterior.  Miguelo me ha dicho que no podía ser, que a buen seguro sería otra persona, y que qué necesidad tenía ella de decirnos que se quedaba en Azofra sino era el caso. Como bien sabe Miguelo, viví un año en Suecia, y mi experiencia me dice que hay escandinavos, no todos por supuesto, con verdaderos problemas de relación social. Esto, combinado con una corrección política patológica que les hace evitar a toda costa afirmaciones o situaciones que ellos consideren que pudieran ser ofensivas para el prójimo, hace el resto, generando situaciones que a Kafka le hubieran encogido el ánimo. Lo que para nosotros hubiera sido algo absolutamente normal, como que la finlandesa nos dijera: “bueno chicos, ahí os quedáis, que yo continúo”, ella seguramente ni se lo planteaba, temorosa de que pudiéramos interpretarlo como una señal de que no estaba disfrutando de nuestra compañía, lo cuál podía ser tranquilamente el caso.

Para demostrarle a Miguelo que baso mis conclusiones en resultados absolutamente contrastados, le he comentado el caso, extremo si se quiere, de un sueco que vivía en el mismo pasillo de la residencia de estudiantes de Estocolmo, en el cuál permanecí un año, y que para no tener que cruzar palabra con nadie en la cocina del corredor, ponía agua a hervir, regresaba a los 10 minutos para añadir la pasta e ingresaba en la estancia una tercera y última vez para poner los espaguetis en un plato, espaguetis de los que, no hace falta decir, daba buena cuenta en la intimidad de su habitación. Era tal su alergia a la interacción con el ser humano que una vez que organicé una cena a la que estaba cordialmente invitado, al abrir la ventana de la cocina para que entrara aire fresco, contemplé con horror cómo él saltaba al vacío desde la suya. Afortunadamente estábamos en el equivalente a un primero de poca altura, y mi compañero de pasillo no sufrió ni un rasguño. Conociendo al personaje, no me hizo falta preguntarle por qué coño abandonaba la residencia por la ventana en vez de por la puerta, como las personas normales. Ya sabía que el motivo era ahorrarse el trago de saludar a mis invitados y tener que explicarles por qué no se quedaba a cenar, algo por lo visto superior a sus fuerzas.




Inconscientemente, hemos acelerado un poco el paso, intrigados por la identidad de la peregrina que nos precedía, y, a medida que nos acercábamos, la silueta de la finlandesa se ha tornado inconfundible. Ella, no sé si por casualidad, quizá preocupada porque le diéramos alcance y le reprocháramos sus mentiras, o peor aún, porque fuéramos un par de peligrosos merodeadores, se ha girado y nos ha reconocido, momento en el que ha detenido la marcha, se ha sentado sobre un pedrusco y ha comenzado a descalzarse. Al pasar junto a ella nos ha dicho que paraba un momento para refrescarse los pies, al tiempo que señalaba un pequeño riachuelo de agua de lluvia, llena de mierda, procedente de la autovía. Le he dicho a la finlandesa, antes de proseguir nuestro camino, que hace bien, y que yo no le acompaño porque no me he traído el flotador…

Los siguientes seis o siete kilómetros hasta Cirueña han sido impresionantes. El Camino se separa de la maldita autovía y se adentra en extensos campos de cereal que lucen hermosos con las lluvias de los últimos meses. Ha hecho un sol de justicia, pero una ligera brisa procedente de la nevada sierra de la Demanda, que quedaba a nuestra izquierda, ha hecho la temperatura de este tramo muy llevadera. La entrada a Cirueña ha sido algo decepcionante. El Camino ha sido aquí desviado por culpa de un campo de golf y de una urbanización construida en la época del “qué-güena-es-la-inversión-en-ladrillo” y que hoy parece un pueblo fantasma. En Ciriñuela, la localidad vecina, hemos hecho una última parada de avituallamiento antes de afrontar los restantes seis kilometros hasta Santo Domingo de la Calzada, en donde, ante la espera que debíamos soportar para tomar un autobús, hemos decidido montarnos en un taxi de vuelta a Nájera.


Por la noche nos hemos desplazado hasta Logroño para cenar con Nando, un ex-compañero de colegio con quien Miguelo guarda amistad y al que yo no veía desde hacía diecinueve años. Había escrito 19 con números y lo he pasado a letras para que me parezcan menos. Joder, cómo pasa el tiempo. Me parece que fuer ayer cuando dejé el colegio. El recuerdo que tenía de Nando era el de alguien más bien introvertido, que cuando estaba inquieto por algo, golpeaba las yemas de sus dedos contra el espacio entre nudillos de la mano opuesta. A él le gustaba Mike Oldfield, y yo bauticé, con algo de mala baba, su particular instrumento de percusión como los "nudillos tubulares". 


El Nando que me he encontrado es otra persona. Casado y con dos hijos, es bien extrovertido y gasta un fino sentido del humor. Está emparentado con una inglesa y digo yo que algo se le ha debido pegar de sus visitas a las Islas. Creo que el recuerdo que él tenía de mi no era excesivamente bueno, yo en mis años mozos fui incluso más toca-pelotas de lo que pueda ser ahora, por qué no reconocerlo, y espero que su opinión haya cambiado algo después de esta cena. La verdad que hemos pasado un rato bastante agradable, recordando batallitas del colegio y hablando también del devenir de todos estos años en los que no nos hemos visto. Este Camino me está permitiendo ajustar ciertas cuentas con el pasado, como recuperar una amistad con Miguelo que se había enfriado algo en los últimos tiempos, y ya sólo por eso, está mereciendo la pena...




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