jueves, 16 de mayo de 2013

18ª etapa: Burgos - Castrojeriz (43 kilómetros)


He comenzado esta etapa, algo inusual en mi, a las ocho de la mañana. ¿El motivo?, que he decidido hacer un maratón a pie y así poder encontrarme de nuevo con Kevin y su madre para recorrer junto a ellos la última etapa antes de que regresen a Dublín. Como es la primera vez que voy a caminar esta distancia, he optado por contratar los servicios de una compañía que traslada tu equipaje de un punto a otro del Camino por un módico precio. Los "puretas" pensarán que lo mío no tiene nombre, pero bueno, yo soy de los que piensan que cada uno recorre esto a su manera, y a mi el sentido común me dicta que si me voy a pegar hoy la matada de recorrer la friolera de cuarenta y tres kilómetros que sea al menos sin peso sobre mi depauperada espalda.


Hacía bastante fresco a la salida de Burgos. Enseguida he dejado atrás el sendero urbano y me he adentrado en un camino rural que discurre paralelo al río Arlanzón. Tras ocho kilómetros de marcha he pasado por Villalbilla como una exhalación y he estirado mis pasos hasta Tardajos, antes de detenerme para descansar un rato. A la salida del pueblo me he encontrado con Alyson, una simpática irlandesa a quien he encontrado sola pese a que viaja con otras cuatro personas: una buena amiga americana con la que acordó recorrer el Camino, y otros tres norteamericanos a los que conoció durante las primeras etapas. Alyson me ha contado que cada uno tiene un ritmo distinto y que hacen las etapas a su aire, para reunirse a cenar al final de la jornada y compartir las vivencias de cada uno. No le ha costado por tanto disculparme por acelerar el paso y dejarla atrás, pues un largo trecho me aguardaba hasta Castrojeriz. En Hornillos del Camino, a veintidós kilómetros de Burgos y final hipotético de la etapa de hoy según la mayoría de las guías, me he detenido de nuevo para reponer fuerzas en forma de tortilla de patatas y ensalada.


Pese a que me encuentro bastante ligero sin equipaje, el cansancio hace mella de igual manera, y ya en Hornillos del Camino he comenzado a notar que el día sería largo y que me las iba a ver y desear para llegar de una pieza hasta Castrojeriz. El esfuerzo en cualquier caso creo que merece la pena. He hecho buenas migas con Kevin, y su madre me resulta una persona encantadora. Ayer cuando me despedí de ellos, les regalé una cinta de la Virgen del Pilar a cada uno y ambos la besaron y la apretaron cerrando el puño antes de anudarla a sus mochilas y darme las gracias por el detalle. No me cuesta admitir que me emocionaron con su gesto. Es de sobra conocido que los zaragozanos le tenemos gran devoción a la Virgen del Pilar, y en mi opinión es porque, creyentes o no, vemos en esa imagen de una mujer con su hijo en brazos, a una madre sin la cuál no estaríamos aquí. Así al menos lo quiero entender yo, que de un tiempo a esta parte de creencias religiosas ando algo justito.

Les he tomado bastante cariño a los irlandeses y no quiero desaprovechar la oportunidad de caminar un día más con ellos. Aquí las cosas se viven con bastante intensidad, y tras varios días andando con la misma persona, sobre todo si a esa persona le mueven motivos parecidos a los tuyos para estar aquí, puedes alcanzar un grado de confianza que te llevaría más tiempo en otras circunstancias. Y a Kevin le mueven motivos parecidos a los míos para estar aquí. Es contable en una empresa en Dublín, y pese a que la vida es fácil y no tiene grandes quejas, le gustaría tener un trabajo que le aportara más, y con el que sintiera que está haciendo algo por los demás. No pocas personas, sobre todo de mi misma edad o parecida, con las que me cruzo en el Camino manifiestan, cuando hablas con ellos, el mismo grado de insatisfacción que Kevin.




A la afinidad que pueda tener con Kevin, se suma una simpatía mía personal con Irlanda y sus gentes. Imagino que me viene de mis días en Belfast, uno de los lugares en los que he vivido, y de manera más intensa. Siempre he sentido cierto grado de admiración por ellos. Me parece un pueblo sufrido pero muy alegre, pese a todas las penalidades que les ha tocado sufrir. Tras un año estudiando en Estocolmo, y unas ganas nulas de volver a España, sentí curiosidad por entender cómo hay gente que puede ser feliz o intentarlo en un entorno de violencia que invita a lo contrario. Quizá eso me llevó a mudarme a Belfast y también a viajar después a lugares como Colombia, Líbano, Palestina, lugares donde la vida vale muy poco y las personas son conscientes de que hoy estás aquí, pero mañana puedes estar criando malvas. Y visitando estos lugares, no dejo nunca de sorprenderme por la capacidad del ser humano para sobreponerse a la adversidad y disfrutar cada minuto de su existencia, nunca mejor dicho, como si les fuera la vida en ello.


A Philomena, la madre de Kevin, le tocó el conflicto en Irlanda del Norte muy de cerca. En los días que he estado con ella he tenido la oportunidad de darme cuenta de que no le gusta mucho hablar sobre esto. De mi humilde experiencia sobre el terreno, y también de mis conversaciones con Kevin, a quien sí le gusta conversar sobre el tema, entiendo que alguien muy cercano a Phil estuvo más involucrado en el conflicto de lo que ella hubiera deseado. Philomena sin ir más lejos, marchaba de manera pacífica junto al que hoy es su marido y otros tantos católicos por las calles de Derry, el día que el ejército británico decidió abrir fuego indiscriminado contra los manifestantes. Un día de aciago recuerdo que hoy se conoce como el "Domingo Sangriento" y que fue el punto de inflexión para muchas familias católicas de Irlanda del Norte. Phil y su marido decidieron aquel día que no criarían a sus hijos en esa Irlanda e iniciaron el camino de la emigración como tantos otros. Hubo quienes optaron por quedarse y luchar contra lo que ellos entendían era un ejército de ocupación. El resto es historia y de juzgarla se encargan otros. Yo me quedo con la cantidad de buenos amigos que hice durante aquella época, tanto católicos como protestantes, que a lo único que aspiraban era a convivir en paz y a disfrutar cada minuto de su existencia sin tener que pensar que podría ser el último.


Tras el tentempié en Hornillos del Camino, he proseguido la marcha a buen ritmo. Una vez pasado Arroyo de San Bol, me he topado con un anciano alemán de frondosa barba blanca y prominente barriga que me ha recordado a Santa Claus. Me ha dicho que estaba descansando un poco porque tiene la espalda bastante cargada por culpa de la mochila y me ha preguntado que dónde estaba la mía. Asumiendo que por su edad debía haber salido del pueblo anterior y caminaría seguramente hasta el siguiente, le he dicho con tono algo ofendido, que he partido esta mañana desde Burgos y que planeo recorrer cuarenta y tres kilómetros en esta jornada, motivo por el que he enviado mi equipaje con una furgoneta a Castrojeriz. El anciano alemán no ha podido evitar un gesto de decepción al tiempo que me decía que él también ha dejado Burgos esta mañana y que su idea no era llegar hasta Castrojeriz, pero que se quedaría en Hontanas, el pueblo de antes. Treinta y cinco kilómetros para un abuelo de más de setenta años. La madre que parió a Santa Claus - he pensado yo, que no sabía dónde meterme. De normal los abuelos que me cruzo viajan ligeros de equipaje y recorren etapas cortas, y para un día que se me ocurre caminar sin mochila me tengo que cruzar con este alemán que me ha sacado los colores.


Por si no hubiera tenido bastante, antes de llegar a Hontanas me he cruzado con otro anciano, este de ochenta años, que caminaba a trompicones y apenas podía ver. No hace falta decir que sobre su encorvada espalda cargaba los diez kilos de rigor. Me ha preguntado qué dónde estaba el albergue y yo le he respondido que no se preocupara, que yo le acompañaba hasta ahí y le ayudaba a registrarse, pues él no habla nuestro idioma. El anciano holandés me ha contado que hace más de veinte años vino a España para recorrer el Camino de Santiago, pero que se cayó a la altura de Estella y se fracturó la pierna, motivo por el que tuvo que suspender su peregrinación y regresar a su país. Me ha confesado que no quiere dejar este mundo sin terminar lo que un día se propuso y me ha dado las gracias por prestarle mi ayuda. Yo, que no podía estar más avergonzado por caminar a su lado sin el peso de mi mochila, le he dicho que no había de qué.

Al llegar al albergue, nos han dado la mala noticia de que no quedaban plazas y que lo único disponible era un colchón en el suelo de un granero. Lejos de lamentarse, el holandés ha contestado con una sonrisa de oreja a oreja que no necesitaba más. Al momento ha llegado Santa Claus y se ha abrazado con él. Santa Claus también ha dicho que lo de echarse en el suelo no era un problema y ha pedido en la barra del bar dos cervezas, las más grandes que tuvieran. La camarera, muy salada, le ha dicho que qué prefería, que le sirviera en la cubitera o ponerse directamente debajo del grifo y beber hasta que se cayera. Los dos abuelos han soltado una carcajada al unísono. Después han brindado y se han felicitado por haber terminado una nueva etapa y estar más cerca de Santiago. Seguramente, estos dos ancianos se odiaban de pequeños sin conocerse, simplemente por su nacionalidad. No era para menos, sus países estaban en guerra. Al menos ahora, en el final de sus días, celebraban el estar aquí y caminar juntos hacia Santiago. He pensado que pese a la avaricia e incompetencia de unos cuantos, en Europa algo hemos avanzado y nos estamos tan mal como creemos, o nos quieren hacer creer algunos.


Hontanas está en una leve hondonada y para superarla el Camino trepa por una ladera. Una vez remontada, el resto del trayecto es más o menos en línea recta hasta que se llega a Castrojeriz, nueve kilómetros después. Cuatro kilómetros antes de la meta, se atraviesan las ruinas de San Antón, que comprendían hospital y convento, y que datan del siglo XIV. Es aproximadamente a esa altura cuando he comenzado a sufrir calambres en el gemelo derecho que me han hecho pensar que tendría que hacer auto-stop para llegar hasta Castrojeriz. Como ya me ha sucedido en otras etapas, en un detalle en apariencia insignificante he encontrado la motivación suficiente para sacar fuerzas de flaqueza y proseguir hasta el final. En esta ocasión ha sido en las ruinas, donde, en una especie de altar improvisado, decenas de peregrinos que me han precedido dejaron fotos de seres queridos desaparecidos y notas de contenido diverso. En una de ellas, Daniel de California le deseaba a todo el mundo un buen viaje y confiaba en encontrar la felicidad a su regreso a los Estados Unidos.


También me he acordado de los dos abuelos, el alemán y el holandés, para no bajar los brazos y llegar a Castrojeriz aunque fuera con la pierna a rastras, como así he hecho tras esos cuatro interminables kilómetros. La verdad que nadie me hubiera podido reprochar nada si hubiera parado un coche o hubiera llamado a un taxi, a lo largo del Camino encuentras tentaciones en forma de tarjeta o pegatina en los postes de la luz que te invitan a dejarte de historias y hacer los últimos kilómetros sobre cuatro ruedas, pero a mi por lo menos se me hace muy complicado teniendo a mi lado a gente que pese a la adversidad, agacha la cabeza, aprieta los dientes y sigue caminando. No es la primera vez que me pregunto qué demonios lleva a personas como los abuelos de hoy a estar aquí, pero es que no deja de sorprenderme ver a gente realmente jodida haciendo el Camino. Para los que deciden recorrerlo con algún problema, conocer a estas personas supone sin duda un estímulo. Por puteado que estés, siempre habrá a tu lado alguien que estará peor, y que además no se queja. Por serios que puedan ser o parecerte tus problemas, nunca es tarde para intentar revertir la situación. Puedes tener ochenta años, andar como si te ayudaras de un taca-taca, ver menos que un gato de escayola y recorrer ochocientos kilómetros a pie con una mochila de diez kilos sobre tu chepa. Claro que puedes. ¿Qué te lo impide? Seguramente las barreras que nosotros mismos nos ponemos en infinidad de ocasiones.

Como he dicho al inicio de este capítulo, soy partidario de que cada uno se organice el Camino como crea conveniente, y, si en un momento dado tiene que aligerar peso y se lo puede permitir, que lo haga. Lo sigo manteniendo tras mi experiencia en la etapa de hoy. Sin embargo, y en lo que a mi se refiere, no me volveré a despegar de mi mochila. No mientras haya héroes anónimos a mi lado. Pase lo que pase a partir de ahora, mi mochila y yo llegaremos juntos a Santiago...



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