martes, 30 de abril de 2013

2ª etapa: Jaca - Arrés (26 kilómetros); o de cómo sobreviví al ataque de un rottweiler...

La villa de Jaca me evoca sensaciones muy placenteras. Aquí he disfrutado de grandes momentos junto a mis amigos del alma, escapadas que constituirían el germen de lo que después ha sido un no parar de viajar. Subir a los Pirineos, y de ahí pasar a Francia para salir de marcha sin que lo supieran nuestros padres, era el no va más de la transgresión. Ya se ve que hemos sido buenos chicos. La única pega de estas escapadas era que el coche lo ponía Huantse, y teníamos que comulgar con sus particulares gustos musicales. Había una canción que conseguí rescatar de entre toda la morralla americana que nos hacía escuchar, y siempre le pedía que la repitiera, fundamentalmente porque me gustaba, pero también para demorar en la medida de lo posible la llegada de la siguiente canción, que a buen seguro sería insufrible...




De lo que no estoy tan seguro es de que los vecinos de mi amigo Borja recuerden con tanto cariño nuestras visitas a su apartamento en la ciudad. Hubo un tiempo en que nuestro "modus operandi" incluía el llegar a las 6 de la mañana a la urbanización donde nos alojábamos con las ventanillas bajadas, aunque estuviera nevando fuera, y el Thunderstruck de AC/DC a todo trapo. Luego subíamos a la cocina a cumplimentar con el sagrado ritual de la recena, y ahí dejábamos que aflorase la creatividad que tantas estrellas Michelín le está reportando a la cocina española. Recuerdo que una vez Luiso se comió una lata de fabada Litoral sin calentar y se fue a la cama sin dar ni las buenas noches...



Pese a la previsión de lluvia, he dejado Jaca a eso de las 10 de la mañana con un sol radiante y ganas de caminar. Un par de kilómetros después de mi partida me he cruzado con un grupo de militares con la cara pintada de camuflaje que debían estar de maniobras. Más adelante he avistado a mi izquierda el campamento militar de las Batiellas, donde al parecer, como tendría ocasión de comprobar un par de minutos más tarde, hay también un campo de tiro para que practique la milicia. A mi derecha había un merendero, y a unos 100 metros, una señora bajita y regordeta, leía el periódico en una de las mesas de madera, mientras, a su vera, jugueteaban un perro pequeño, de los denominados sobaqueros, y un rottweiler de tamaño considerable. Al verme, la señora ha cogido a los perros y, de manera muy prudente, se ha desplazado a una mesa un poco más alejada. Un perfecto día de campo para todos, he pensado yo...

Pero como suele suceder en ocasiones, todo discurre bajo la más aparente armonía hasta que un pequeño imprevisto lo tuerce todo. O hasta que llega alguien y la caga. En este caso, la cagada procedía del campamento militar, desde donde de repente ha empezado a escucharse fuego de ametralladora a discreción. Yo he continuado caminando con la vista fija en el campo de tiro, temeroso de que al oficial al mando le hubiera dado por instruir a los nuevos reclutas en el manejo de armas pesadas. La verdad que no sé por qué miraba hacia allí, como si yo fuera el protagonista de Matrix y pudiera esquivar las balas, pero el caso es que eso es lo que hacía hasta el momento en que he oído un grito desgarrador a mis espaldas: "Kaiko, por el amor de Dios, ven aquí!!!"...

La verdad que no se puede decir que me den miedo los perros, pero girarte y ver a un rottweiler dirigiéndose hacia ti con la mandíbula desencajada acojona un poco. Y acojona aún más si 50 metros detrás de él, ves a su dueña iniciar una carrera a cámara lenta, caerse y volverse a levantar como si fuera el Sargento Elías huyendo de los "charlies" en Platoon, mientras le suplica histérica al perro que regrese.





Por suerte el perro debía de ver mal de lejos porque cuando me ha tenido lo suficientemente cerca ha pegado un frenazo que casi se le llevan las patas de atrás. Imagino que la visión de un bigardo de mi tamaño, ataviado con una txapela que parece un platillo volante y un palo listo para estampárselo en las costillas, le habrá resultado tan inquietante como a mi su presencia. Lo cierto es que se me ha quedado mirando unos instantes y después se ha dado la vuelta por donde ha venido. Le ha faltado decir aquello de "porque me llama mi dueña, que si no, te mato a mordiscos". La señora, lejos de disculparse por el susto que me había pegado el animal, se ha puesto a hablar con él como si fuera San Francisco de Asís.



Dejado atrás este pequeño incidente, he comenzado a subir una ladera desde la que se podía disfrutar de una espectacular vista de los Pirineos, con alguno de los picos con bastante acumulación de nieve. En esta etapa tampoco me he cruzado con nadie. Es lo bueno del Camino Aragonés, que a diferencia del Francés que parte de Roncesvalles, es menos transitado, y puedes disfrutar del paisaje y caminar sin otros ruidos que los propios del lugar.




A diez kilómetros de la meta he comenzado a notar el cansancio y el peso de la mochila. Dicen que los primeros días es lo que más cuesta, pero que una vez que los pies se acostumbran a caminar y la espalda a soportar el peso, todo marcha sobre ruedas. Sobre ruedas en sentido figurado, claro. Al igual que ocurriera en el día de ayer, cuando mi encuentro con el bravo Manolo me dio las fuerzas que precisaba para terminar la etapa, hoy ha sido esta imagen la que me ha ayudado a seguir la marcha. Cientos de montículos de piedras, dispuestas ahí por otros tantos peregrinos que antes que yo pisaron estas sendas, cada uno con un motivo para hacerlo, pero ninguno obligado a ello.



La subida final a Arrés ha sido bastante dura. 3 kilómetros ladera arriba a través de un sendero impracticable. He terminado con barro hasta en las orejas. Chapoteando en el lodazal he resbalado, con tan mala fortuna que he ido a apoyar la mano que tenía libre en un zarzal. Se me ha quedado como si hubiera hecho las paces con un erizo. En lo alto de la colina está el pueblo, en cuyas casas de piedra viven 38 personas de manera permanente y algunos forasteros los fines de semana. Qué mala suerte que de cuatro casas que tiene el pueblo estuvieran de obras en la que estaba al lado de mi habitación y no me haya podido dormir la siesta. La buena noticia es que he bajado al bar y ahí me he encontrado con los voluntarios del albergue que estaban tomando un reconstituyente. Enseguida he sabido que eran paisanos, porque al verme llegar con la txapela, Rafael, de Calatayud, me ha dicho, "aivá maño, ¿dónde vas sin boina?", que en Aragón es la manera delicada que tenemos de decirle a uno que tiene la cabeza muy grande...


Mientras nos han hecho la foto, Alfredo, el que se ve a mi izquierda, decía entre dientes, "sonreíd, sonreíd; lucid las perras que os habéis dejado en ortodoncia", comentario que explicaría el que aparezca en la instantánea con los labios tan juntos...





































lunes, 29 de abril de 2013

1ª etapa: Canfranc Estación – Jaca (25 kilómetros)





Hace 12 años recibí en Canfranc Estación, mientras trabajaba como paleta en la construcción de unos nuevos apartamentos, una de esas noticias que no quieres recibir nunca. Hoy volvía por estos lares para comenzar el Camino de Santiago. Unos 850 kilómetros a pie que espero completar en un plazo de tiempo razonable.

Al llegar a Canfranc, me he acercado a una cafetería que está cerca de la abandonada estación.  Tras servirme el desayuno, el camarero que me ha atendido me ha enseñado un par de botes pequeños que ha adquirido a través de internet. “Viagra para periquitos” – me ha confesado. Ha debido ser tal mi cara de pasmo, que se ha visto en la obligación de explicarme que en sus ratos libres cría periquitos y canarios.

Yo, cada vez que me nombran la palabra periquito, me acuerdo de un amigo que me invitó una vez a comer a su casa después del trabajo. Al llegar su padre, médico para más señas, y sentarse a departir con nosotros, mi amigo se levantó, sacó el periquito que tenían en una jaula y se lo puso a su padre en la calva, al tiempo que, imitando el sonido de un loro, repetía: “papi, papi”. El padre, lejos de darle un manotazo al pájaro, mandar a su hijo a tomar por el culo o las dos cosas al mismo tiempo, comenzó a explicarme lo mal que estaba la Sanidad en Aragón y a cargar contra la Consejera del ramo, mientras el periquito permanecía inmóvil en su azotea.

Con estos antecedentes personales, he escuchado atentamente al camarero de la cafetería de Canfranc contarme que compró por internet, pagando una fortuna, un canario que es Campeón de España de canto. Está muy contento porque, según sus propias palabras: “ le está dando bastante mandanga a las hembras”, y ya tiene 7 polluelos que no desentonan al trinar. Le he sugerido que, para el éxito que solemos tener en Eurovisión, presente alguno cuando se hagan un poco más mayores. Me ha mirado con cara de ir a tomarlo en consideración y me ha dicho que les va poniendo CDs con el canto de otros canarios para que vayan haciendo oído y mejorando. Al preguntarle si está notando algún progreso me ha respondido, con mucha seguridad, que sí. También me ha dicho que al principio tenía al Campeón de España en el bar para que se deleitaran los clientes, pero que al cuarto día su madre se hartó de estar todo el día con el mismo soniquete y lo subió a la casa. “Esa batalla la tengo perdida” – ha admitido con resignación y mientras le abonaba el desayuno.



Ya en la calle, me he dirigido a los apartamentos en los que solía trabajar y punto elegido para iniciar mi peregrinación a Santiago. Me ha sorprendido verlos en pie, la verdad. Y no sólo porque hubiera trabajado yo allí, sino por los compañeros de faena que me tocaron en suerte. Recuerdo que al principio mis tareas se limitaban a las recogida de escombros y preparación del material para los gremios. Pero con el paso de los días, y toda vez que manifesté al Jefe de Obra mi disposición para acometer tareas de más alto calado, comencé a abrir brozas para las tomas de luz y agua, y a utilizar el taladro.

Si bien había realizado otros trabajos temporales anteriormente, ésta de Canfranc era mi primera experiencia en la Construcción. Otro mundo, como tendría oportunidad de comprobar. La primera vez que me dieron un taladro, me puse a cavar como un loco siguiendo las indicaciones del Jefe de Obra. Tan pronto como éste se ausentó para seguir con otros menesteres, surgió de entre las sombras un obrero de más cien kilos de peso agitando los brazos como un buitre leonado, señal que interpreté, porque con el ruido no se oía un carajo, como una orden de parar la taladradora cagando leches. “Ya está, he perforado la tubería del gas” – pensé tragándome el paraguas y convencido de que íbamos a saltar todos por los aires.

¿Qué haces, maño? – me preguntó el obrero alterado. “Pues qué voy a hacer, lo que me han mandado” –contesté echándole la culpa al jefe por lo que pudiera pasar. “Vamos a ver, a ti te han dicho que taladres, ¿verdad?” “Sí” – respondí yo. “Muy bien chaval, ¿pero a que no te han dicho a qué velocidad tienes que hacerlo?. “Pues no, de eso no se ha comentado nada” – afirmé. “Perfecto” – prosiguió él, con el tono condescendiente del maestro al aprendiz. “Si sigues a ese ritmo, vas a acabar antes de que te enteres y te van mandar otra cosa, ¿no te das cuenta?. Hubiera contestado que nos pagaban precisamente por eso si no hubiera estado convencido de que ésa no era la respuesta correcta. “Además - apuntilló él sin darme tiempo a replicar -, si tú acabas, y los demás seguimos en medio de la faena, nos haces quedar como el culo. Así que haz el favor de tomarte las cosas con más calma, que el estrés es mu malo” – concluyó mientras me daba una colleja que me dejó las cervicales temblando. La verdad que como filosofía de vida, aquello no me parecía un planteamiento desacertado. A mi el estrés también me parece una cosa "mu mala". Lo que no alcanzaba a comprender era por qué ese mismo obrero, cada vez que se cruzaba con el capataz, resoplaba como un rinoceronte y se llevaba las manos a los riñones al tiempo que se quejaba del estrés que tenía en el cuerpo…

Con estos entrañables recuerdos he comenzado mi descenso hacia el pueblo de Canfranc y mi deambular por esta ruta milenaria que recorrieran miles de personas antes que yo, viaje que tenía pendiente desde hace muchas lunas. Las condiciones climáticas podrían haber sido mejores, y los 25 kilómetros que tenía por delante prometían cierto grado dureza. No nevaba en Canfranc, pero sí lo hacía copiosamente en la frontera, 5 kilómetros más al norte, y con el frío reinante se podía esperar que comenzaran a caer copos en cualquier momento. De hecho la predicción meteorológica así lo anunciaba. En la plaza del pueblo de Canfranc ondeaba la bandera republicana, no me queda claro si como una forma de protesta contra el régimen vigente o porque lleva allí desde el 36.



En Villanúa, a mitad de etapa, he quedado con Gus a tomar algo. Gus es el hermano del marido de mi prima, así que hemos quedado en llamarnos primos a partir de ahora. Al comentarle el asunto de la bandera, me ha dicho que a lo que hagan los de Canfranc no hay que hacerle mucho caso. Que ellos son así, y que si hubiera República, ellos pondrían la de la Monarquía. “¿No ves que en ese valle hay muy poquicas horas de sol?” – ha sentenciado, atribuyendo cualquier tipo de excentricidad de sus gentes a la adversa climatología que padecen. Mientras yo devoraba un pincho de tortilla, Gus me ha contado que hay poca faena en los Pirineos y que se va a currar a un restaurante en Berlin, donde ya trabajara el año pasado. Y que después tiene idea de marcharse a California o a Canadá, preferiblemente a un estado donde esté legalizado fumar y se pueda llevar una vida tranquila. Intercambiando correos, le he tenido que explicar cómo se enviaba un email desde el móvil, porque, como me ha confesado, "a estas cosicas modernas" les hace poco caso. Me he dejado invitar, porque Gus me ha dicho que da buena suerte ejercer la hospitalidad con el peregrino, y nos hemos despedido con un abrazo antes de proseguir mi marcha.

He realizado todo el descenso hasta Castiello de Jaca sólo y sin cruzarme con nadie. En vez de seguir por el camino paralelo a la carretera, me he adentrado por indicación de Gus, en el Paseo del Juncaral, un bosque que discurre junto al río Aragón y en el que tan sólo se escuchaba el ruido de los pájaros y el de mis pisadas sobre las hojas caídas de los árboles. Tras Castiello, y cuándo sólo me quedaban 5 kilómetros para terminar la etapa, he comenzado a sentir molestias provocadas por una ampolla en el pie derecho y lo que es peor, claros indicios de estar cociéndose la madre de todas las rozaduras cerca del perímetro de exclusion donde reposan “the Three Amigos”, como me gusta llamarlos a mi.  





He proseguido la marcha y al poco, he divisado delante de mi a un hombre de unos 65 años, ataviado con ropa militar y que cargaría más de 15 kilos de peso a sus espaldas. Ha resultado ser Manolo, un ex-legionario y ex-miembro del Grupo de Operaciones Especiales de Alta Montaña, que venía de subirse la Collarada, el pico más alto de la Jacetanía, unos 2,900 metros, y bajar. Nada, un paseo matutino. Porque no me ha preguntado, porque si no le hubiera dicho a Manolo que yo ando con las piernas arqueadas porque me gusta mucho el rap. En el trayecto final hasta Jaca, me ha contado que pasó a la reserva hace unos años y que ahora regenta una empresa que se dedica a organizar cursos de supervivencia en situaciones extremas para gentes de distinto perfil.  A la altura de la Escuela Militar de Montaña me ha deseado suerte y nos hemos despedido. Yo me he dirigido a Prado Largo, donde por gentileza de mi amigo Miguel, el primer samaritano que se apiada de mi en este peregrinaje, he disfrutado de una merecida ducha de agua caliente. Para primer día creo que he cumplido con creces. Aún quedan unos cuántos hasta Santiago…

Y para terminar por hoy, un temica dedicado a un gran amigo y otro de música aragonesa de la "güena"...