viernes, 3 de mayo de 2013

5ª etapa: Sangüesa - Izco (28 kilómetros)


Ayer por la noche cené con mi amigo Miguelo y, para evitar los estrictos horarios del albergue, pasé la noche en un hostal del pueblo. Me he levantado algo pesado. A Miguelo se le antojó una cena rica en grasas y no iba a dejarle sólo después de haber tenido el detalle de venir desde Pamplona hasta Sangüesa para hacerme compañía: huevos fritos, patatas, bacon y, para celebrar que ya estamos en Navarra, ración doble de chistorra. Vamos, lo que recomiendan 9 de cada 10 especialistas que te empapuces antes de ir a dormir. A primera hora de la mañana había quedado con Günter en pasar a buscarle por el albergue y caminar juntos hasta Izco. Como llegaba 10 minutos tarde, le he enviado un mensaje para decirle que me iba a demorar ligeramente y sugiriéndole que iniciara la marcha si quería, que yo ya intentaría alcanzarle más tarde. Günter, que para esto de los horarios parece bastante prusiano, me ha tomado la palabra y para cuando he pasado por delante del albergue ya no había rastro de él.

Para llegar a Izco desde Sangüesa hay dos opciones, la corta, de 18 kilómetros, y la larga, en la que se caminan 10 más. A la salida del pueblo, un par de paisanos que estaban repostando en la gasolinera, me han advertido de que si me decantaba por la opción de menor distancia iba a acabar de barro hasta las orejas, ya que había estado lloviendo durante los dos últimos días y los caminos estaban bastante mal. La opción de mayor kilometraje encerraba al menos la posibilidad de contemplar la Foz de Lumbier, un paraje natural que recomiendan las guías y también mis amigos navarros. Finalmente he optado por el camino más largo, pese a ser consciente de que casi con total seguridad lo recorrería sólo, y he comenzado la marcha sin mayor dilación. Los molinos de viento que se dejan a la izquierda, según sales del pueblo, ya te anuncian de manera silenciosa lo que te espera el resto de la etapa. No han puesto un parque eólico ahí por casualidad. Agarrándome la txapela para que no se la llevara el aire como si fuera un frisbee, he desafiado a los molinos cual Don Quijote, y he llegado hasta Liédena, donde me he detenido para tomar el primer tentempié de la jornada.





Después he proseguido la marcha, y antes de adentrarme en la Foz, me he cruzado con Mario, un portugués de origen angoleño. Me ha contado que viene desde Pamplona andando y que tiene pensado caminar hasta Huesca, alojándose en albergues de peregrinos, para una vez allí, contactar con un amigo que cree que le puede dar faena. Y sino irse a Lérida para hacer la temporada de la fruta, ahorrar el dinero que pueda, y regresar a su país. Mario trabajaba en la construcción hasta 2008, cuando por culpa de la crisis perdió su empleo. Cobró subsidios durante dos años, pero desde entonces no tiene ingresos regulares y malvive con trabajos esporádicos. La verdad que trae unas pintas como para presentarse a una entrevista de trabajo. Lleva unas rastas que me confiesa no se corta desde hace 10 años, un pantalón de cuero marrón y conversa conmigo al tiempo que le da sorbos a una lata de cerveza. Tal y cómo está montado el cotarro, no creo que haya mucha gente por ahí dispuesta a darle una oportunidad, pese a que es una persona culta y habla tres idiomas.


Durante un rato hemos conversando sobre su vida. Hasta los ocho años vivió  en Angola, donde su padre, portugués, era terrateniente y nadaba en la abundancia. Pero entonces llegó la guerra civil y el gobierno les tuvo que sacar del país por la vía rápida, perdiendo todo lo que tenían. Al llegar a Lisboa, su padre les abandonó, y él se crió con su madre y sus hermanas en unas condiciones de vida siempre humildes. Me dice que nunca le perdonará a su padre lo que hizo. Le pregunto si no cree que todo el mundo merece una segunda oportunidad, y, tras una pausa de unos segundos, me contesta que sí, pero que en cualquier caso tendrá que ser su padre quien se acerque a él y le pida perdón en primer lugar. Le he deseado suerte y le he dado algo de dinero para que coma un menú y compre un billete de autobús a Huesca. Al escribir esto me queda la duda de si el lisboeta Mario estará ya en la capital oscense o tirado en la barra del primer bar que haya encontrado. Lo que haya decidido estará bien. En sus circunstancias, yo seguramente me habría decantado por refrescar el gaznate y preocuparme mañana por cómo demonios llego hasta Huesca...





La verdad que ha merecido la pena dar el rodeo y ver la voz de Foz de Lumbier, un cañón excavado en la roca por el río Irati y al que accedes tras adentrarte en un par de cuevas por las que durante 100 metros no ves ni un pijo. En lo alto del cañón, además, es visible una numerosa colonia de buitres que revolotean por ahí. La pega, que entre pitos y flautas se me ha pasado la mañana y aún me quedaban 17 kilómetros para llegar a Izco.



Los siguientes 10 kilómetros los he hecho a buen ritmo, y sólo me he cruzado con un vecino de Lumbier, que me ha acompañado de manera muy amable hasta donde debía retomar el camino. Al llegar a Aldunate, un pequeño pueblo de caseríos, me he vuelto a perder, y gracias a que en una de las casas había casualmente gente, porque si no me hubiera desviado bastante del trayecto para llegar a Izco. Se trataba de Alfredo y su mujer, oriunda de Nueva York, quienes estaban terminando de comer junto con dos amigas de Singapur, pero residentes en Australia, que habían venido a visitarles. He disfrutado durante media hora de su amable hospitalidad y me han contado, que tras unos años en Estados Unidos, vinieron a España, y que puestos a vivir en una gran ciudad, decidieron instalarse en un pueblo donde no vivirán más de 20 personas de manera permanente. Me han obsequiado con una naranja, de la que he dado buena cuenta un par de kilómetros después, mientras contemplaba las cumbres nevadas de los Pirineos, y he llegado a mi destino a eso de las 5 de la tarde.

En el albergue de Izco me he encontrado a Günter y a los "Violentos de Kelly" que, según me han dicho, habían llegado hace un buen rato. Günter me ha dado un abrazo que casi me descompone las vértebras y me ha dicho que ya empezaba a estar preocupado por mi. Le he aconsejado que más que preocuparse por mi debería preocuparse porque no se le quedara pegada la pasta que estaba cocinando, y me ha obsequiado con una de sus carcajadas que me han hecho olvidar por un momento lo cansado que estaba. Günter me ha invitado a unirme a él y a su compatriota Monika, que ya conociera a las afueras de Arrés, para degustar un plato de pasta con tomate, invitación que he declinado amablemente con la excusa de que mi amigo Mikel me vendría en breve a buscar para disfrutar de unos pintxos en la parte vieja de Pamplona...
































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