lunes, 13 de mayo de 2013

15ª etapa: Belorado - Agés (29 kilómetros)

El inicio de etapa ha sido bastante frío. Se nota que hemos entrado en la provincia de Burgos y que, pese a estar en pleno mes de Mayo, la temperatura con la que hemos amanecido era cercana a los cero grados. Tras cruzar el puente sobre el río Tirón, he dejado atrás Belorado, adentrándome en una pista forestal que discurre paralela al río y en la que sólo se escucha el rumor del agua y a los pájaros que por ahí revolotean. Un horror, vaya. Donde esté el rugir de un buen teléfono de oficina y la voz de pito de esa compañera de trabajo que te tiene frito, o frita, que se quite lo demás...

Un poco antes de Tosantos me he encontrado con un peregrino de unos cuarenta y pocos años que caminaba meditabundo y muy despacio. Le he preguntado si todo estaba en orden, y me ha contestado que sí. Que tiene una ampolla en el pie derecho que le está haciendo bastante la puñeta pero que por lo demás todo marcha sobre ruedas. También me ha comentado que ha comenzado la etapa muy temprano y que ya empieza a notar el cansancio. Me ha repetido, de igual manera, una letanía que ya he escuchado en otras ocasiones y que, según él, le han confesado algunas personas de cierta edad: "camina como un viejo y llegarás como un joven". Yo la verdad que no estoy necesariamente de acuerdo con esta apreciación. En mi opinión, si eres joven no tienes ninguna necesidad de caminar como un viejo, a no ser que quieras hacerle compañía a alguien. Y si eres viejo, caminarás como tal porque no te queda otra, y llegarás, casi con total seguridad y como la mayoría de los mortales, hecho una puta mierda. Pero llegarás, que es de lo que se trata.

Cada uno tiene un ritmo que el propio Camino le va marcando en función de su edad y condición física, y a mi esto de las frasecitas pre-fabricadas me parece una sandez. Tengo ya identificado a un peligrosísimo prototipo de caminante, "el peregrino Paulo Coelho", que se queda tan pancho regalando frases filosóficas de todo-a-cien a cualquier incauto que se le acerca y del que recomiendo huir como de la peste, a no ser que uno se quiera sorprender a sí mismo repitiendo las mismas chorradas al tiempo que pone cara de persona interesante.


Tras un breve refrigerio en Villambistia, y antes de llegar a Villafranca de Montes de Oca, me he encontrado, como ya vaticinaba, con la californiana Eva. Había partido bastante antes que yo, pero ya había comenzado con los acostumbrados dolores en los pies y el hartazgo propio de quien está un poco hasta las narices de todo esto. De su padre, no hace falta decirlo, ni rastro. Mi guía presentaba la subida a los Montes de Oca como un tramo de media montaña, por lo que he decidido detenerme en Villafranca para descansar un rato y comer algo antes de afrontar la subida. Eva, sin embargo, ha preferido continuar. No he tardado mucho en volver a encontrarla. Estaba sentada y con ella una mujer irlandesa, de nombre Philomena, que le estaba desinfectando las heridas en los pies, para después aplicarle unas gasas que llevaba en un completo botiquín. Philomena es una enfermera de Derry que viaja con su hijo Kevin, y con los que he conectado rápidamente.

Tan pronto como Eva ha estado lista para continuar, hemos reemprendido la marcha, empleando unas cuatro horas en recorrer los doce kilómetros que restaban hasta San Juan de Ortega, teórico final de etapa y donde supuestamente Dave aguardaba a su hija. En el ascenso nos hemos cruzado varias veces con un par de italianos que parecían recién sacados de la galera de Ben-Hur tras un ejercicio de boga de combate. Sé que no hay que juzgar a las personas por su apariencia, pero es que estos traían unas pintas muy malas. En una de las ocasiones en que hemos coincidido, he aprovechado para preguntarles de dónde son. Uno de ellos, el otro me miraba con cara de poco amigos sin decir ni mu, me ha dicho que son de la región del Veneto. Me ha resultado un tanto extraño, porque su acento me parecía más bien del sur. Estuve no hace muchos años un par de meses viviendo en Roma y viajando por Italia, y la verdad que para distinguir eso creo que me da. Hemos aguardado a Eva y Phil, quienes han resuelto mis dudas sobre los italianos de un plumazo al preguntarnos si habíamos coincidido con un par de sicilianos muy simpáticos. Les he contestado que sí, que no sabía a ciencia cierta si eran venecianos o sicilianos, pero que los imaginaba muy simpáticos, sobre todo con ellas.


En San Juan de Ortega, nos hemos encontrado con Dave, el padre de Eva. Llevaba bastante rato esperando y no parecía de muy buen humor. Phil, que no se corta un pelo, le ha preguntado directamente qué cómo se le ocurre dejar a su hija por ahí sola, comentario que no ha contribuido a mejorar los humores del californiano. Para rematarla Eva se ha pedido una cerveza en el primer bar que hemos encontrado, lo que ha terminado de soliviantar a su padre, que de muy malas maneras le ha dicho que moviera el culo porque el albergue que había reservado para esta noche estaba en Agés, a unos cuatro kilómetros. Ella, arropada por Phil, que ha asentido con tal contundencia que he pensado que se iba a partir el espinazo, le ha gritado que ya tiene veintitrés años y que deje de tratarla como una niña.



En Agés, he comprobado con sorpresa cómo había reservado plaza en el mismo albergue que Dave y Eva, en una habitación de unos quince metros cuadrados con literas para diez personas. El sitio ideal para descansar tras casi treinta kilómetros de pateada en el cuerpo. Dave parecía cansado y se quejaba de un tirón en su gemelo derecho. Me ha dicho que Eva se alegraría de saber que estábamos en la misma habitación y yo le he solicitado prudencia y que mejor esperara a escuchar mis ronquidos antes de alegrarse por nada. Dave ha extraído de su mochila cuatro bolsas de plástico con pastillas de distintos colores en su interior: blancas, azules, verdes y marrones. Le he hecho el chiste fácil y le he preguntado si las azules eran lo que yo pensaba que eran. Me ha contestado a la gallega: "¿quieres una? - y yo me he apresurado a informarle de que gracias a Dios aún no las necesito. "Qué suerte tienes" - ha apuntillado él con bastante sarcasmo.

A la hora de la cena he compartido mesa y mental con Kevin el irlandés y su madre. Un socorrido plato combinado que ha cumplido su función tras una jornada extenuante. Después de los postres, los irlandeses han insistido en tomar una segunda botella de vino a la que seguiría una tercera. Si algo aprendí de mis tiempos en Irlanda, es que con esta gente se puede ir uno de fiesta tranquilo a cualquier parte del mundo, que aburrirte no te vas a aburrir.




A la segunda botella se ha unido el argentino Leo, que pululaba sólo por allí y que ya tenía visto de otras etapas. Leo me ha estado contando que está hasta el gorro de su vida en Buenos Aires, de su trabajo y del estrés. Y también de una corrupción que según él lo enmerda todo en su país. Quiere irse a Mendoza, o a cualquier otra ciudad más tranquila, y llevar una existencia más sosegada en la que haga realmente lo que quiere hacer, dedicarse a temas relacionados con la música. Pensó que este viaje le ayudaría a ordenar ideas para tomar una decisión definitiva a la vuelta. Hincha confeso de San Lorenzo, "como el recién estrenado pontífice" - me recuerda, hemos estado también conversando sobre cómo se vive el fútbol en la Argentina, y de cómo tuve la oportunidad de palpar ese ambiente de cerca cuando, de la mano del pelado Luchito y su banda, pasé los noventa minutos más locos de mi vida dentro de un estadio de fútbol saltando y cantando con la 12, la Barra de Boca Juniors.


Leo ha compartido conmigo algunas anécdotas de su viaje, y curiosamente me ha nombrado a un francés que huele muy mal y con el que tuvo la mala suerte de coincidir hace algunos días durmiendo codo con codo en un albergue: "No, la re-puta madre que parió a ese pelotudo, sho pensé que eso de que los franceses no se lavaban era una leshenda urbana, dejate de joder; hacía un frío de cagarse y tuve que tener la ventana abierta toda la noche, sho me quería morir, la concha de su hermana" - me ha narrado Leo con su marcado acento porteño, mientras yo me preguntaba si el francés de marras no sería el mismo que ya había torturado con su aroma a mi querida Fiona en días precedentes.

Antes me pongo a pensar en la irlandesa Fiona y antes aparece por el bar con una botella de vino blanco acoplada como una ventosa a la sobaquera. Como a nuestra mesa ya se habían sumado otro par de irlandeses con los que Kevin y su madre habían coincidido en jornadas anteriores, Fiona no ha tardado en sentarse con nosotros, intuyendo que con cuatro paisanos juntos, la jarana estaba garantizada. Sin apenas tiempo de respirar, la irlandesa nos ha comenzado a contar lo dura que ha sido esta etapa y lo larga que se le ha hecho, la prueba que un servidor precisaba para concluir que Fiona, tras dormir la mona, ha tomado un taxi en Belorado que le ha dejado en el primer bar abierto que ha encontrado en Agés, el pueblo en el que nos encontramos.

Mientras yo conversaba con Leo, me ha parecido escuchar a Fiona presentándose a Kevin y diciéndole que a ella nunca se le olvida un nombre. Como yo estaba al lado de Kevin, me ha tocado el turno, y Fiona me ha preguntado que cómo me llamo. Si a ella no se le olvida un nombre, a mi no se me olvida una cara, y le he recordado a Fiona que nos conocimos la noche anterior. La juerga de ayer le ha debido provocar una laguna en el cerebro del tamaño de un océano, porque el gesto que ha compuesto para decir que por supuesto que se acordaba de mi me ha resultado bastante fingido. Que se arrancara a continuación con los cantos regionales, en un intento de correr un tupido velo, no ha hecho sino confirmar mis más que fundadas sospechas.



Fiona ha necesitado pedir otra botella de vino blanco y darle varias caladas a su inseparable cigarrillo eléctrico que emite vapor de agua para, pese a que nosotros no le hemos preguntado, contarnos una historia que por lo visto no suele compartir con nadie. Menos mal que nos acaba de conocer a todos en el transcurso de las últimas veinticuatro horas, que si no, no nos la cuenta. Para ponernos en situación, Fiona ha debido remontarse a la Irlanda de principios de los años noventa del siglo pasado. A una pequeña ciudad católica del interior de la Isla donde todo el mundo se conoce y no está por la labor de tolerar que un cura cuelgue la sotana por culpa de una joven universitaria caprichosa e hija de unos granjeros. Así ha comenzado un relato en el que Fiona nos ha confesado con crudeza, como si de la mismísima protagonista de la serie "el Pájaro Espino" se tratara, que nunca más ha vuelto a estar enamorada de un hombre como lo estuvo de su Michael, que así parece que se llamaba el sacerdote. Conteniendo nuevamente el llanto, como parece ser la costumbre en la irlandesa tras la segunda botella de vino, nos ha contado que Michael la llevó en su coche a clase todos los días durante los cuatro años de Universidad, pero que a donde realmente quería que la llevara, que era al altar, fue del brazo de otro hombre al que nunca quiso.


La víspera de su boda Fiona la pasó llorando y al lado de una madre que intentaba consolarla, insistiendo en que se casaba con un buen hombre que la quería. No lo ponía en duda, pero a quien ella amaba era a un hombre casado ya con Dios. Las probabilidades de que Fiona se estuviera inventando toda la historia eran, desde mi humilde punto de vista, altísimas, pero en esa mesa no había nadie que respirara mientras Fiona nos narraba su desdichada vida amorosa. Entrando a la iglesia, la irlandesa, en un gesto instintivo para el que nunca encontró explicación, giró la cabeza y a una distancia prudente, distinguió a Michael, testigo silencioso de su camino hacia el altar. El resto yo ya lo conocía. Un matrimonio fracasado, dos hijos que criar y unos problemas con el alcohol que desconozco si ya existían o surgieron entonces.

Ni Kevin ni yo hemos podido resistirnos y preguntarle si alguna vez pasó algo entre Michael y ella, curiosidad que ha escandalizado bastante a la madre del irlandés, que ha amenazado con darnos un botellazo. Fiona nos ha dicho que eso le pertenece y que no piensa compartirlo con nadie; curiosamente lo que sí ha compartido con nosotros es que una vez se presentó a una entrevista de trabajo en una organización religiosa que realiza en su ciudad labores con muchachos problemáticos, y que el párroco le insinuó que había una manera muy sencilla de conseguir el empleo y ahorrarse el proceso de selección. Aquello ha terminado de soliviantar a Philomena, que parece bastante católica, y que ha alegado un más que justificado cansancio para disculparse y decir que se iba a dormir. El resto de los presentes no han tardado en hacer lo propio, motivo más que suficiente como para anunciarle a Fiona que yo también me retiraba a mis aposentos. Ella me ha preguntado si estaba seguro de no querer quedarme con ella un rato más y yo he pensado que había pocas cosas en mi vida que hubiera tenido tan claras. Le he dicho sin embargo, con mucha educación, que agradecía sobremanera la invitación pero que me marchaba a dormir.

Al llegar al albergue todas las luces estaban apagadas y el personal empiltrado, por lo que para no joder a nadie, me he despelotado en las taquillas que hay en el pasillo. El proceso se ha visto interrumpido por el ruido de la puerta de entrada y el crujir de las escaleras de madera al contacto con unos tacones. Me he quedado inmóvil esperando lo peor, como esas liebres deslumbradas por los faros de un coche, en una estampa ridícula en la que sólo unos calzoncillos de tela vapuleados tras dos semanas de Camino me separaban de la desnudez. La silueta de Fiona ha emergido zigzagueante desde las escaleras para dirigirse a mi con un: "ah, pero si estás aquí, cariño", que ha acompañado con una risilla ahogada. Sin darme opción a decir ni esta boca es mía, se ha acercado hasta donde estaba, al tiempo que daba una calada a su cigarro eléctrico para dejar de fumar. El vapor de agua que ha proyectado hacia mi cara me ha resultado hasta refrescante, dadas las circunstancias. Me ha dado una ligera palmada en mi pecho descubierto y se ha despedido con un: "si cambias de opinión estoy en la habitación de enfrente, litera número 11". Yo le he pedido que me diera cinco minutos. Que necesitaba tomarme un güisqui...






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