martes, 4 de junio de 2013

37ª etapa: Arzúa - Santiago de Compostela (40 kilómetros)

Hacía días que no me despertaba tan feliz. No puedo explicar de manera muy precisa la sensación sin correr el riesgo de quedar como un gilipollas. Porque la verdad es que esa era un poco la cara que tenía al despertarme, con una ligera sonrisa bobalicona. Dormir, que otros días me había costado por culpa del excesivo cansancio, había sido una bendición. Las molestias estaban ahí, como habían estado todos los días desde que salí de Canfranc, pero no las notaba. Aún recuerdo los primeros días de peregrinación, cuando pensaba si no se me había ido la pinza con tanto kilómetro, cuando las ampollas brotaban en mis pies por generación espontánea y los calambres en la zona cervical, por culpa del sobrepeso en la mochila, me hacían ver las estrellas. Ahora, sin embargo, me había convertido en un caracol. Caminaba lento, pero seguro, la mayoría de las ampollas habían desaparecido y no podía ir a ningún lado sin llevar la casa a cuestas. Y cuando me deshacía de la mochila, la echaba en falta. Sí, ya estaba preparado para llegar a Santiago, y por eso sonreía.

La etapa de hoy se presentaba dura, pero la verdad que no me preocupaba en exceso. Aunque tuviera que entrar en Santiago de noche y con una pierna a rastras, mi determinación era presentar hoy mis respetos a la memoria del Apóstol y de todos los que recorrieron este Camino antes que yo, y tirarme después en la Plaza del Obradoiro para disfrutar del momento. He bajado a desayunar y, tras terminar de preparar mi mochila por última vez, he puesto rumbo hacia la capital de Galicia, ciudad de la que aún me separaban cuarenta kilómetros. El trayecto hacia Santiago no presenta excesivo desnivel y he acometido los primeros kilómetros a buen ritmo. Pese a que tengo ganas de llegar a la meta, no puedo negar que voy a echar de menos esto. La sensación de ser libre, de no tener horarios, de que tu única preocupación sea qué vas a comer ese día y dónde vas a dormir. Es sin duda uno de los mayores enganches del Camino, el darte la oportunidad de hacer un parón en tu rutina, y, en un marco incomparable y rodeado de gente con la que tienes en común más cosas de las que imaginas, mirar la realidad con cierta perspectiva y hacer balance de tu vida. A mí, desde luego, me ha venido de maravilla.


Recorriendo esta senda he pensado mucho en la gente de mi generación y en las que vienen detrás. Escribiendo estas líneas me he acordado muchas veces de mis hermanas menores, que se incorporan ahora al mundo laboral o están a punto de completar sus estudios universitarios. En la situación que heredan, en las dificultades que se van a encontrar o que ya se encuentran para conseguir un trabajo o conservarlo después de todos los esfuerzos y sacrificios que han realizado. Porque esas dificultades también me afectan a mí, pero yo ya tengo una experiencia profesional previa y una trayectoria, fundamentalmente en el extranjero, que me da más capacidad de maniobra. O eso quiero creer. He pensado en ellas y en todos los mensajes negativos que reciben por cuenta de la dichosa crisis. No pretendo ser ejemplo de nada, pero con esas líneas, narrando los avatares de mis inicios profesionales, he intentado mandarles un mensaje de ánimo, de que da igual lo que los demás digan o piensen, lo feas que pinten las cosas, que lo importante es lo que creemos nosotros y a dónde queremos dirigir nuestros pasos. Y que con "tiempo, trabajo y constancia" - como decía Óscar, conseguiremos salir adelante. ¿No salieron nuestros abuelos adelante tras una guerra fratricida que los dejó en la más absoluta miseria?. Eso sí era una crisis, qué poca memoria tenemos. Yo no creo que la juventud española esté en crisis, ¿cómo lo van a estar si tienen toda la vida por delante y la energía para cambiar el destino?. La crisis la tienen otros, los que nos lideran, los que nos han metido en esta situación, los que con su avaricia han roto el saco, los que siguen defendiendo que éste es el Camino, y que esto son nubarrones que ya pasarán. Ellos son los que están en crisis, y grave además; y por mucho que se aferren a sus postulados, habrá que dejarles claro que no pueden ser la solución, porque son parte del problema.

También espero que estas líneas hayan contribuido a dar una perspectiva diferente a algunos amigos y compañeros, no particularmente contentos con su trabajo en diversos sectores, y a mostrar que otra realidad laboral, la que yo tuve la suerte de vivir, es posible; hablo de gente joven que padecen las virtudes de ese liderazgo tan español del "tú haces esto y lo haces así porque me sale a mí de los cojones", y que van a la oficina todas las mañanas medio amargados esperando a ver por dónde va a salir hoy el jefe de turno. Asumiendo que ése es el peaje que hay que pagar hoy en día por tener un trabajo; que toca comer mierda durante unos años y después las cosas mejorarán. Yo creo que con esa actitud las cosas no mejoran, porque siempre habrá alguien por encima tuyo que se aproveche de tu docilidad para garantizarte que sigas comiendo mierda. Y si ése es el sistema que has mamado en tus inicios, será complicado que apliques otro con los que vienen detrás, porque llegarás a la conclusión de que es el correcto. Eso es precisamente lo que he tenido que escuchar en España de gente supuestamente muy preparada y graduados en las mejores escuelas de negocios del país: que una de las cualidades que debe tener un buen directivo es saber inspirar temor a sus subordinados para que estos rindan. Que con cierta dosis de miedo, se trabaja mejor. Anda que no tiene que escuchar uno gilipolleces...Mi experiencia me ha enseñado que las cosas no tiene por qué ser así. He hablado en estas líneas de Gavin, pero es que he tenido la suerte de contar con otros que siempre, por encima de jefes, fueron personas y eso me inculcaron: Vicente, Alfonso, el Capitán Pareja, Usama, Paul. Pese a la mala fama que arrastra el sector, las personas más honradas y honestas, las he conocido trabajando en banca, y muchas de ellas en la City de Londres. Auténticos caballeros ingleses en un lugar donde ahora sólo nos venden que habitan tiburones insaciables. El problema surge cuando las organizaciones ponen el beneficio por delante de las personas, y premian en el escalafón, además de aquél que no va a discutir la "política de empresa", al que más beneficios genera, sin importar muy bien los medios que utilice para ello. Y premiar ese perfil profesional es como ponerse a fumar en una gasolinera. Creo que lo estamos padeciendo...



Viví y trabajé ocho años en el extranjero y nunca nadie me faltó al respeto en mi desempeño profesional. Hice cosas mal en mi trabajo, por supuesto, y se me corrigió con toda la firmeza que merecía mi error, pero siempre con la máxima educación. En España, en no pocas ocasiones, las cosas son distintas. Hay una cultura empresarial bastante extendida en nuestro país, heredada desde los tiempos de maricastaña, que deberíamos cambiar si queremos salir por el mundo y que se nos tome en consideración. Porque hoy en día el librillo de la "furia, los huevos y el levantar la voz para que el personal rinda" no te lo compra nadie, y España no puede seguir siendo una autarquía que gobiernen los cuatro mafiosos de siempre. Ojalá que la supuesta crisis, en vez de esperar que el Estado nos solucione nuestros problemas con un empleo público o con ayudas de diversa índole, creara el caldo de cultivo para que muchos jóvenes encontraran las condiciones y los apoyos necesarios para crear nuevas empresas en las que se implantara una nueva filosofía, en la que te sintieras parte de un proyecto, en la que no hubiera envidias entre compañeros, en la que intentaremos aprender algo del que destaca en vez de anhelar su caída, en la que se premiara el espíritu de superación, en la que tu jefe te enseñara sin miedo a que le levantaras la silla y entendiera que en la medida que brilles tú, brilla él o ella, que para eso es tu jefe y supuestamente ha llegado ahí por méritos propios, y no por ser el hijo o el amigo de alguien. Entonces las cosas empezarían a ser de otra manera, y la gente que tiene ganas de hacer cosas, pero hacerlas de otra forma, no se vería obligada a emigrar, y los que se tendrían que ir a fregar platos por el mundo serían los incompetentes que nos animan a que nos vayamos nosotros, porque nos va a venir muy bien la experiencia. Y en ese equilibrio en el que se fueran ellos y volvieran o no se fueran los que quieren cambiar las cosas y pelear por un futuro distinto, España sería un país menos mediocre de lo que lamentablemente tiende a ser hoy en día. O eso quiero pensar yo, vaya, que a veces me paso de utópico...

A los quince kilómetros de mi partida, he llegado a un pueblo llamado Salceda y he decidido que haría una parada para comer algo e hidratarme. La lituana Ruta me había aconsejado por medio de un mensaje que no dejara de visitar "A Casa Verde", un bar supuestamente muy peculiar, regentado por una tal Sonia, a la que me pedía que saludara de su parte. Cuando he entrado, el bar estaba bastante tranquilo, y no parecía tener nada de especial salvo un montón de pintadas y frases escritas por peregrinos en la pared y fotos colgadas. De entre todas las frases, que eran muchas, he rescatado una que me ha gustado especialmente: "vive sin dar por culo, que ya es bastante". La barra la atendían una mujer joven, que he pensado que debía ser Sonia, y un chaval de poco más de veinte años, que después he sabido era su ahijado. Desde la cocina se ha asomado un cocinero de los que inspiran confianza, con una señora barriga y sus buenos mofletes sonrojados, y he decidido que comería algo. He pedido una empanada de la casa y una coca-cola, que me han servido al momento, y que ha durado en mi plato menos que un caramelo en la puerta de un colegio. Me he dirigido a Sonia y le he dicho que le traigo recuerdos de una chica lituana que estuvo en el bar hace un par de días. Le he descrito a Ruta y se le ha iluminado el rostro y me ha dicho que por supuesto que se acuerda de ella. Me ha propuesto que brindáramos por la lituana bebiendo un chupito de un licor de café casero que hacen ellos y, pese a que no me parecía muy sensato empezar a beber a las doce del mediodía con los veinticinco kilómetros que tenía por delante, he pensado que uno no me iba a hacer daño. Uno la verdad que no me hubiera hecho daño, pero la media botella que he acabado bebiendo sí que me lo ha hecho. Tras el primer chupito, ha llegado el segundo, después el tercero, la música, los bailes con la gente que iba llegando, más chupitos, la ola que hemos improvisado en la barra, el ahijado de Sonia intentando aguantar en brazos al cocinero...Casi no salgo de allí. Sonia me ha dicho que no sería el primero que entra a tomar un trozo de empanada y se queda una semana. La verdad que le he agradecido enormemente el buen rato que he pasado con ellos, de lo mejor del Camino, pero le he dicho que no quería demorar más mi llegada a Santiago y que debía continuar. A Casa Verde, ése sí que es un sitio mágico en el Camino. ¡Gracias Sonia y compañía!



Serían las dos de la tarde cuando he dejado Salceda, algo piripi la verdad, y bajo un sol de justicia. Tras un mes de lluvia, granizo, nieve, viento y temperaturas, salvo excepciones puntuales, moderadas, ahora que menos lo necesitaba llegaba el día más caluroso de toda mi peregrinación. Me he comprado una botella de litro y medio de agua, que he decidido beberme mientras caminaba, para no deshidratarme ni tampoco perder tiempo. Una hora después he parado en Santa Irene, y me he sentado a descansar en un mesón cuyas paredes estaban llenas de bufandas de equipos de fútbol. La verdad que ese rato de las dos a las tres de la tarde con toda la solana y el efecto del licor de café ha sido demoledor. Tras media hora de descanso he dejado atrás el pueblo y tres kilómetros después he llegado a O Pedrouzo, hipotético final de etapa que establecen las guías si se parte la llegada a Santiago en dos tramos. En O Pedrouzo no me he entretenido mucho más que para comprar una nueva botella de agua y echar un breve vistazo a las calles principales del pueblo.

Los kilómetros siguientes han discurrido por bosques gallegos y la verdad que han sido bastante agradables. Los árboles me han protegido del fuerte calor reinante, y, para esa hora, después de lo que he sudado, y bien hidratado gracias a los tres litros de agua que he bebido, he dado por amortizado el amago de cogorza que he experimentado tras pasar por A Casa Verde. He recibido un mensaje de Tim de Kansas diciéndome que estaba con Michael de Boston y que me esperaban para cenar. Me ha dicho también que lamentablemente Eva y su padre han dejado esta mañana Santiago, pero que terminaron el Camino juntos y que se les veía muy contentos. La verdad que me ha alegrado comprobar que la californiana y Dave habían limado sus diferencias y habían concluido la peregrinación a la par. Estas noticias y el verme ya virtualmente alcanzando la meta han acentuado mi buen humor. He pensado que el Camino siempre viajará conmigo y que tras la llegada, Santiago ocupará un lugar privilegiado en mis recuerdos. Lo cierto es que esta peregrinación ha superado las expectivas iniciales que tenía. Bueno, mi madre y mi abuela pensarán que ha faltado enamorarme, encontrar un mirlo blanco, que dice mi abuela, pero bueno, es que esas cosas a mi edad ya empiezan a estar complicadas. Y creo que mi abuela lo piensa también. Las últimas veces que nos hemos visto me ha dado la sensación de que ha arrojado la toalla, de que me da por un caso imposible. En una de las últimas reuniones familiares, me hizo un aparte para decirme que tenía que hablar conmigo. Le contesté que era todo oídos y ella, como si de un lugarteniente de Al Capone se tratara, me susurró: "aquí no, vamos a la cocina". La seguí intrigado, y una vez que estuvimos al lado de los fogones me dijo: "te he encontrado algo en el pueblo, hija única y con dos pisos en Zaragoza; sabes lo que eso significa, ¿no? ¡H-E-R-E-D-E-R-A!, así que espabila antes de que se te adelante otro". Mi reacción no debió ser la de alguien convencido por el planteamiento, porque mi abuela apostilló: "hijo mío, no te conviertas en un cuarentón de esos que andan solos por la vida, hazme el favor".



Mis expectativas antes de venir al Camino se circunscribían a ser capaz de superar el reto, a cumplir con un deseo que llevaba pendiente mucho tiempo y a tener unas semanas para reflexionar con perspectiva sobre los últimos años y cómo afrontar los siguientes. Todo eso lo he conseguido, y además muchas otras cosas. Este viaje me ha reforzado en la creencia de que la vida es un Camino con dos momentos preestablecidos que no elegimos: la vida y la muerte. Lo que sí podemos elegir es lo que hacemos entre esos dos momentos. No diría que realizar el Camino me haya ayudado a comprender por qué mi amigo Alberto nos tuvo que dejar ni tampoco a recuperar la poca fe que tuviera entonces, pero me ha ayudado a terminar de aceptarlo y a entender que las personas se van pero su recuerdo permanece, y que con su ejemplo, estar siempre al lado de la gente que lo necesita, y con esa peregrinación a la que no me pude unir hace tantos años, Alberto no estaba sino siguiendo el ejemplo de alguien llamado Jesucristo, que muchos siglos antes predicó exactamente lo mismo, y que constituye para mí la esencia de este Camino: dejar de mirarse el ombligo y empezar a pensar un poco en los demás. Si no, es preferible salir de la puerta de tu casa y caminar 800 kilómetros sin rumbo definido. La mayoría de la gente que se lanza a esta aventura tiene el deseo de encontrarse con los demás; de compartir miedos, ilusiones y esperanza, y eso es para mí lo que hace grande al Camino. Y si esta Europa que se resquebraja dejara de mirarse el ombligo y volviera a sus raíces, a la Europa de los pueblos, de las personas, y no de los intereses económicos, quizá otro gallo cantaría.

La llegada hasta el perímetro del aeropuerto de Santiago me ha costado Dios y ayuda. Parecía que no llegara nunca. Además, a mí que venía tan crecido durante los últimos días creyéndome que ya nada me puede parar, el Camino me quiere dar una última lección de humildad en forma de una pareja de molestas ampollas, una en cada pie, que me han hecho pasar las de Caín. He atravesado un bosque que discurre en paralelo a las pistas del aeropuerto y después he empalmado con una carretera que pasa por delante de la televisión gallega y la delegación territorial de televisión española. Pensaba que estaba ya en el Monte do Gozo, pero el Monte do Gozo no llegaba nunca. Me hacía especial ilusión llegar a ese punto porque pensaba que desde allí alcanzaría a ver las torres de la Catedral de Santiago, la meta después de tantos kilómetros de travesía. He llegado finalmente al Monte do Gozo y la decepción ha sido total. Desde ahí no se veía nada. Lo poco que se pudiera ver estaba tapado por una hilera de árboles que a algún iluminado se le había ocurrido plantar en la línea visual del centro de Santiago. Es difícil explicar lo que he sentido en ese momento. Imagino que el cansancio, algo de deshidratación y la media botella de licor de café que me había bebido al mediodía habrán influido, pero la decepción ha sido absoluta. Me había imaginado tantas veces en mi cabeza este momento, el llegar al Monte do Gozo y ver a lo lejos la Catedral de Santiago, y sentarme un rato a repasar mentalmente todo mi viaje, etapa a etapa, antes de bajar finalmente a la Plaza del Obradoiro y concluir mi periplo, que no podía creer que todo lo que alcanzara a ver fueran bloques de hormigón y árboles. Era la misma sensación que había experimentado al llegar a otras ciudades como Logroño, Burgos o León, y la verdad que pensaba que Santiago iba a ser diferente, que iba a ser especial, una imagen que guardaría siempre en mi retina. Pero no ha sido así y mi abatimiento ha sido total.

He comprado un par de botellines de agua y me he sentado en unas escalinatas que bajan a la ciudad desde el Monte do Gozo, y que dejan a la derecha la autopista de circunvalación. Ni de lejos cómo me había imaginado que sería mi entrada en Santiago, la verdad. Me he descalzado y me he quitado los calcetines para que las ampollas respiraran un poco. He rebuscado en mi mochila y he extraído la camiseta de Bud Spencer, uno de mis ídolos de la infancia, que me compré hace un par de años y que todavía no me había podido poner por culpa de mi sobrepeso. Ahora, sin el testigo incómodo en forma de báscula, tocaba comprobar si había perdido algunos kilos durante el Camino. La camiseta ha entrado, y eso ha mejorado algo mi humor. Me he anudado mi cachirulo zaragozano con el Pilar estampado y me he calado la txapela que heredé de mi abuelo Andrés. Me he vuelto a calzar y me he ajustado la mochila a la espalda por última vez, antes de afrontar los últimos cuatro kilómetros que me restaban hasta la plaza del Obradoiro. He recorrido la barriada de San Marcos y las avenidas de las afueras de la ciudad, donde la gente aprovechaba el buen tiempo para echar la tarde en las terrazas de los bares. Poco a poco me he ido adentrando en el Casco Antiguo, y mi ánimo ha terminado de templarse al cruzarme con otros peregrinos y turistas que me animaban en mi llegada, sobre todo teniendo en cuenta la hora que ya era, casi las nueve de la noche. Al llegar a la Plaza de la Inmaculada y al Palacio Arzobispal, el ruido de las gaviotas me ha hecho levantar la vista hacia el cielo y ahí he visto por primera vez las torres de la Catedral. Esperaba haberlas visto antes, en el Monte do Gozo, pero no puedo negar que me ha hecho mucha ilusión contemplarlas desafiando a las alturas y he comenzado a sentir algo de tembleque en el cuerpo. En el Arco de acceso a la Plaza del Obradoiro, un par de gaiteiros recogían sus bártulos, y tras saludarles amablemente les he preguntado si tocarían un último tema que acompañara en su llegada a un humilde peregrino que había caminado durante algo más de un mes desde la Estación de Canfranc, en el Pirineo Aragonés, hasta Santiago. Ellos han dicho que por supuesto, y me han preguntado que por qué tipo de canción nos decantábamos: alegre, un poco melancólica o triste a secas. Les he respondido que alegre, por supuesto, y así ha sido como bajo el sonido de aquellas gaitas gallegas interpretando la Muñeira de Lugo, sin poder contener la emoción, 37 días y 883 kilómetros después, he hecho mi entrada en la Plaza del Obradoiro...




A la memoria de mi querido amigo Alberto, también conocido cariñosamente como Pasi...






1 comentario:

  1. Suelo leer esta última etapa con frecuencia. No pueden estas reflexiones describir mejor el camino que este país debería tomar. En fin..., muchos letamendi on tour se necesitan.

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