lunes, 3 de junio de 2013

36ª etapa: Palas de Rei - Arzúa (30 kilómetros)

Como había pronosticado, hoy al despertarme he sentido que no había parte de mi cuerpo que no se resintiera del esfuerzo de la jornada anterior. He caminado hasta la ducha como si fuera Chiquito de la Calzada y he estado un buen rato debajo del chorro de agua caliente para ver si me iba templando un poco y se desentumecían los músculos, sobre todo de las extremidades. He bajado a desayunar y serían de nuevo las diez de la mañana cuando con mucha tranquilidad he comenzado la etapa. He pensado que dependiendo de cómo me fuera viendo ajustaría los kilómetros que caminaría hoy, pero que intentaría que fueran treinta, para establecer la distancia a Santiago en tan solo cuarenta. Pese a que mi guía sugiere que la etapa de hoy es algo rompe-piernas, por las continuas subidas y bajadas, estoy convencido de que con tranquilidad puedo caminar esta distancia y de que en la última jornada, con las ganas de verme en la Plaza del Obradoiro, podré volver a forzar la máquina y nada me detendrá en mi marcha imparable hacia la meta.

Además, treinta kilómetros supondría llegar hasta Ribadiso da Baixo, el pueblo donde los Violentos de Kelly me comentaron ayer mediante un mensaje que terminarían hoy, así que otra motivación más para intentar llegar hasta allá. Hace días que no les veo y tengo ganas de estar un rato de cháchara con la banda de simpáticos catalanes. En el intercambio de mensajes también me han contado que el grupo ha aumentado, que se han unido a otros catalanes y a un italiano, y que caminan cual comuna hippie, tomándoselo con tranquilidad. Me da que los Violentos, pese a que llevan más de mes y medio caminando, no tienen muchas ganas de que esto se acabe. Algunos de ellos están en el paro, y regresar a casa supone enfrentarse a la dura realidad: un futuro sin grandes expectativas por culpa de la situación en España.

Tampoco sé si el Camino ha despertado algo en su interior que les empuje a lanzarse ellos a revertir la situación y no esperar a que el empleo llame a su puerta. Creo, y es una opinión muy personal tras hablar con mucha gente durante estos días, que venir a recorrer el Camino esperando un milagro o un golpe de suerte en tu vida es un error, y que el verdadero Camino, no termina en Santiago, sino que comienza justo después. Y es ahí donde realmente toca dar el callo, y donde pocas cosas se consiguen si uno no pone de su parte. El Camino te da las herramientas y el marco natural ideal, alejado del mundanal ruido y del estrés diario, para que reflexiones, para que identifiques qué toca cambiar, y te da también la motivación suficiente, que nace de la satisfacción personal de superar un reto, para que te lances a por otros nuevos. Pero poco o nada se avanza si uno sale de aquí y se dedica a verlas a venir. Después de la experiencia acumulada durante esta peregrinación, yo no recomendaría a nadie que viniera al Camino a "encontrarse consigo mismo". Podría llevarse un disgusto y realmente encontrarse con alguien a quien ya conocía. Para encontrarse a uno mismo no hace falta salir del salón de casa. Quien creo que realmente aprovecha la experiencia, es aquel que viene a enfrentarse con una parte de él o ella, con la que no está a gusto y que quiere cambiar. Sin voluntad de cambio, uno podría caminar hasta el fin del mundo y lo único que variaría sería el número de ampollas que mortificarían sus pies.


En lo que a mí respecta, y pese a que hacía años, tantos que ni me acuerdo, que no me encontraba tan bien física y mentalmente, estoy deseando llegar a Santiago, culminar este viaje que tenía pendiente desde hacía tanto tiempo, y embarcarme en nuevas aventuras. Recorrer Asia, que es lo que tenía planeado, y dedicarme una temporada, aún por definir, a viajar y a escribir, que es lo que me gusta hacer. Y ver si de allí sale un modo de vida que me dé de comer y me permita pagar las facturas. Habrá quien piense que esto está muy bien como hobbie, pero que no es muy realista como un trabajo que me permita vivir de ello, y yo me pregunto que por qué no es realista. Desde luego no lo sería si al menos no lo intentara; si pretendiera que pasara sin mover un dedo. Y lo que tengo claro es que no quiero llegar al borde de la jubilación, mirar hacia atrás, hacer balance de lo que ha sido mi vida y lamentarme de no haber tenido la suficiente decisión para salir de lo establecido e intentar algo distinto, aún a riesgo de pegarme un batacazo. Hay personas que encuentran la estabilidad en un trabajo fijo, en unas posibilidades de carrera, en una casa en propiedad, aunque les cueste toda su vida laboral pagarla. A mí este planteamiento, aunque pueda parecer paradójico en la sociedad actual, me produce intranquilidad. Hubo una época en el pasado en la que hacía planes. Y esos planes casi nunca salían a mi antojo, lo que me generaba bastante frustración. Planeamos muchas cosas sin darnos cuenta de que hay muchos factores que no controlamos. El principal, la propia existencia. La pérdida de seres queridos en situaciones incontrolables me ha enseñado que la vida hay que disfrutarla, porque no sabes hasta cuándo va a durar. Que no hay que hacer tantos planes, porque lo cierto es que nadie te asegura que los puedas llevar a cabo siquiera. Que no hay que tomar decisiones a lo loco y dejándose llevar por la emoción del momento. Pero que si pasan muchos días en los que te levantas y aquello que vas a hacer no te dice nada, entonces toca empezar a pensar en algo para cambiarlo.

Creo igualmente que hay que conocerse bien a uno mismo, y yo ya llevo unos cuantos años aguantándome. No sé exactamente dónde quiero llegar. De hecho desconfío de la gente que lo tiene todo muy claro en la vida. Suele ser gente que en cuanto se trastocan los planes un milímetro se bloquean y no saben para dónde tirar, lo que las hace impredecibles y en general poco fiables. Lo que sí sé es dónde no quiero estar. Y pensar que mi vida será la misma rutina año tras año hasta que me jubile, me causa zozobra. Quizá llegue un momento en el que me toque ser sensato y aceptar que las ilusiones están muy bien, pero que alguien tiene que pagar las facturas, y me toque volver al mundo que dejé atrás. Pero hasta entonces, por qué no intentarlo, por qué no pelear por lo que uno quiere. Si Óscar hubiera bajado los brazos y hubiera aceptado la sentencia de los médicos cuando le dijeron que nunca se levantaría de la silla de ruedas en la que el ictus le había dejado postrado, nunca le hubiera conocido. "Tiempo, trabajo y constancia" - se repetía él cada día, hasta que finalmente pudo ponerse en pie y volver a caminar. Y eso mismo espero repetirme yo con asiduidad, sobre todo en los momentos de desánimo. Gracias Óscar; no sabes el bien que me ha hecho conocerte y ser testigo de tu ejemplo de superación...


Pensaba parar a comer en Melide, y degustar el célebre pulpo a feira que preparan allí y que trae bastante fama, pero un poco antes de entrar en Furelos, el pueblo anterior, la gazuza ya empezaba a apretar y no he podido resistir la tentación de parar en una carpa improvisada, orillada a la derecha del camino, donde unos paisanos ofrecían raciones de pulpo, sombrillas para protegerse del intenso sol del mediodía y cerveza fría. Demasiado como para decir que no. A la postre el pulpo, pese a que no tenía mala pinta en su presentación, ha terminado no siendo tan tierno como esperaba, y he pensado que al llegar a Melide tal vez me iba a arrepentir. Tras terminar de comer, me he preparado para reemprender la marcha, no sin antes echarle una foto, a petición suya, a un simpático grupo de peregrinos polacos, compuesto por los alumnos del último curso de una escuela que celebraban su futuro ingreso en la Universidad, y un par de jóvenes frailes franciscanos, ataviados con los clásicos hábitos de la orden. Media hora después he llegado a Melide y, según entraba al pueblo, en la primera pulpería con la que me he topado, me han ofrecido que pasara a tomarme una ración. Me he disculpado diciendo que me acababa de comer una bien hermosa unos kilómetros antes de llegar a Melide, y el camarero que intentaba convencerme me ha asegurado que me había equivocado, y que probara un trozo del suyo para que me diera cuenta del error por mí mismo. Me he llevado el trozo que me ofrecía a la boca y vive Dios que tenía razón. Aquello se deshacía al contacto con el paladar. He asumido mi pecado con gesto contrito y le he dado la razón, pero le he dicho que tan cerca de Santiago y pecar de gula no me parecía lo más apropiado. He caminado cien metros y me he dicho, qué coño, cuándo vas a volver a disfrutar del pulpo de Melide, y he regresado al bar para zamparme la segunda ración del día.

Tras el atracón de pulpo, he decidido reposar un rato, estirar las piernas y esperar a que bajara un poco el sol, que a esa hora era bastante intenso. Después he aprovechado para darme un garbeo por las calles y monumentos más representativos de Melide. En este pueblo confluye otro Camino, el Primitivo, que parte de Oviedo, y se nota algo más de tránsito de peregrinos que en jornadas precedentes, pese a que el Camino Primitivo no es ni de lejos tan popular como el Francés. Aquí es donde Günther se reencontró la semana pasada con su esposa, tras un mes de travesía. Qué pena haberme perdido ese momento. Con los estrujones que da el austríaco al abrazarte, me pregunto si su mujer habrá sobrevivido. Serían casi las cinco de la tarde cuando he decidido retornar al Camino y afrontar los últimos quince kilómetros que me quedaban hasta el final de etapa.


No sé muy bien por qué elegí Asia como mi siguiente destino tras el Camino de Santiago. De vez en cuando tengo pálpitos, a los que no suele encontrar explicación demasiado racional pero que, como seguirlos me ha ido bien hasta la fecha, suelo tomar en consideración. Si bien mis años de trabajo en banca y mis viajes personales, me han dado para conocer relativamente bien Europa, América y el mundo árabe, al Extremo Oriente sólo he realizado un viaje en el pasado en el que me divertí como un enano y que me supo a poco. Supongo que algo tendrá que ver. También sin duda la infancia, los viajes de Marco Polo, esos tebeos de Tintín que me regalaban de niño, y esos atlas donde yo leía acerca de civilizaciones milenarias y señores amarillos con los ojos rasgados que me despertaban curiosidad. Y, entrando ya en el territorio del subconsciente, quizá una cierta debilidad hacia las orientales y esas sonrisas que desarman a un hombre. Bueno, a mí desde luego.

De nuevo hay que volver a la infancia, a segundo de preescolar, el año en el que me enamoré de la sonrisa de una chica que no era china, pero lo parecía. Chicos y chicas estábamos separados en clase, pero coincidíamos en el patio, y yo recuerdo que en los recreos quería estar con ella. La seguía a cierta distancia, presa de una timidez que me impedía tomarle de la mano, como hacía el odiado E., y observaba cómo jugaba, como si fuera un vulgar merodeador. Me faltaba la gabardina y darle un susto cuando sonara la sirena de vuelta a clase. Un día, la profesora que teníamos, que yo analizando la situación con la perspectiva del tiempo, estoy convencido de que era bollera, me vio por los alrededores vagando sin rumbo definido y me dijo "¡eh tú!, qué haces mirando lo que hacen las niñas, ¿acaso eres marica? Anda a jugar a fútbol con los chicos." Aquellos eran otros tiempos, estamos hablando de hace algo más de treinta años, y la manera de educar era otra. 

Sea como fuere, capté el mensaje de la profesora, y pese a que no era precisamente el deseo de saltar a la comba lo que me había acercado al grupo de las chicas, retorné a mis quehaceres violentos habituales que había dejado algo descuidados por culpa de ese inexplicable enamoramiento precoz. Lideré una guerra a pedrada limpia contra la clase de al lado, con la que no nos llevábamos nada bien; me encumbré como uno de los toreros más aventajados del escalafón practicando un juego por el cuál convertimos el ropero en un improvisado toril donde encerrábamos a algunos compañeros a los que después lidiábamos y banderilleábamos sin compasión, y por último agarré por banda al odiado E., y le hice tragarse tierra y un gusano de bola de los que abundaban en el recreo. La familia de E. y la de la chinita que no era china, eran buenas amigas, y yo no podía soportar esas confianzas y verlos pasear de la mano por el recreo. Todas estas acciones me costaron varios guantazos de la profesora, con la que yo no sabía cómo acertar: si iba de pacífico y romanticón mal, y si ejercía de machote y me liaba a mamporros con todo el mundo, mal también. Como me dijo un buen amigo respecto a una novia que tuvo: con esta profesora nunca sabías cómo acertar; con ella lo único que tenías claro es que hicieras lo que hicieses, la ibas a cagar. No fue el único disgusto amoroso que he tenido en mi vida atraído por esa misteriosa cultura que siempre ha sido para mí la asiática, con el paso de los años hubo otros, pero ése fue el primero. Y me pregunto si no habrá algo de masoquismo inconsciente en mi oculto anhelo de encaminar mis pasos hacia el Lejano Oriente...



A falta de unos cinco kilómetros para llegar al pueblo donde había quedado encontrarme con los Violentos de Kelly, me he dado de bruces con la pareja de franciscanos polacos y sus alumnos, que nuevamente estaban buscando a alguien para que les sacara una foto. Los chicos han celebrado la coincidencia de que otra vez fuera yo el agraciado y al darme la cámara uno de los frailes me lo ha remarcado. Yo le he confesado con una sonrisa que no es coincidencia, sino que Dios me envía para que les siga hasta Santiago y les haga cuantas fotos quieran. Los chavales han celebrado con alborozo mi comentario, no así el fraile franciscano, que ha debido considerar el chiste poco menos que sacrílego. Tras sacarles la instantánea, me he despedido con ellos y he enfilado los últimos kilómetros hasta Ribadiso da Baixo.

Cuando he llegado al pueblo eran casi las ocho de la tarde y, a la entrada, mientras cruzaba un puente sobre un riachuelo, he divisado a los Violentos de Kelly, que estaban tumbados tranquilamente en la orilla y con los pies en remojo. Me han presentado a los nuevos y me han sugerido que me quedara a cenar con ellos. Arzúa, el pueblo donde iba a pasar la noche estaba a tan sólo tres kilómetros, así que les he dicho que sí. Durante la cena nos hemos puesto al día de nuestras últimas andanzas y ellos lo han flipado un poco cuando les he contado la historia de Zach, mi amigo americano, y los cuatro días que nos tiramos en el Hospital de Lugo. Ellos, por su parte, me han explicado que han ralentizado mucho el paso, que después de Santiago irán hasta Finisterre, e incluso alguno está pensando en volverse a Cataluña a pata haciendo el Camino del Norte pero a la inversa. No, lo cierto es que los Violentos de Kelly no tienen ganas de que esto se termine. Me ha dado la impresión de que el agrandamiento del grupo ha provocado algo de fisuras entre los miembros iniciales de los Violentos. Uno de ellos creo que se ha liado con una de las nuevas chicas, y obviamente va de un palo que no es del resto. Espero que el buen rollo que se traían no se vea perjudicado por estas circunstancias. Oddball, que parece que le ha mirado un tuerto desde que salió de Montserrat, está con fiebre y se ha retirado temprano a dormir, y yo, tras quedarme un rato departiendo con el resto, los he dejado a eso de las nueve y media de la noche, para poner rumbo a mi destino final, al que he llegado cuando ya había anochecido.

La gente, al verme llegar a Arzúa con pinta de fugitivo pero una sonrisa de oreja a oreja, me miraban y alucinaban. Cómo explicarles que esos kilómetros anocheciendo, sólo completamente en el Camino, son de los que más estoy disfrutando. Cómo contarles que tras mucho esfuerzo, y más de un mes de travesía, estoy a sólo cuarenta kilómetros de Santiago, a un día, si las cosas no se tuercen, de alcanzar la ansiada meta...




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