De lo que no estoy tan seguro es de que los vecinos de mi amigo Borja recuerden con tanto cariño nuestras visitas a su apartamento en la ciudad. Hubo un tiempo en que nuestro "modus operandi" incluía el llegar a las 6 de la mañana a la urbanización donde nos alojábamos con las ventanillas bajadas, aunque estuviera nevando fuera, y el Thunderstruck de AC/DC a todo trapo. Luego subíamos a la cocina a cumplimentar con el sagrado ritual de la recena, y ahí dejábamos que aflorase la creatividad que tantas estrellas Michelín le está reportando a la cocina española. Recuerdo que una vez Luiso se comió una lata de fabada Litoral sin calentar y se fue a la cama sin dar ni las buenas noches...
Pese a la previsión de lluvia, he dejado Jaca a eso de las 10 de la mañana con un sol radiante y ganas de caminar. Un par de kilómetros después de mi partida me he cruzado con un grupo de militares con la cara pintada de camuflaje que debían estar de maniobras. Más adelante he avistado a mi izquierda el campamento militar de las Batiellas, donde al parecer, como tendría ocasión de comprobar un par de minutos más tarde, hay también un campo de tiro para que practique la milicia. A mi derecha había un merendero, y a unos 100 metros, una señora bajita y regordeta, leía el periódico en una de las mesas de madera, mientras, a su vera, jugueteaban un perro pequeño, de los denominados sobaqueros, y un rottweiler de tamaño considerable. Al verme, la señora ha cogido a los perros y, de manera muy prudente, se ha desplazado a una mesa un poco más alejada. Un perfecto día de campo para todos, he pensado yo...
Pero como suele suceder en ocasiones, todo discurre bajo la más aparente armonía hasta que un pequeño imprevisto lo tuerce todo. O hasta que llega alguien y la caga. En este caso, la cagada procedía del campamento militar, desde donde de repente ha empezado a escucharse fuego de ametralladora a discreción. Yo he continuado caminando con la vista fija en el campo de tiro, temeroso de que al oficial al mando le hubiera dado por instruir a los nuevos reclutas en el manejo de armas pesadas. La verdad que no sé por qué miraba hacia allí, como si yo fuera el protagonista de Matrix y pudiera esquivar las balas, pero el caso es que eso es lo que hacía hasta el momento en que he oído un grito desgarrador a mis espaldas: "Kaiko, por el amor de Dios, ven aquí!!!"...
La verdad que no se puede decir que me den miedo los perros, pero girarte y ver a un rottweiler dirigiéndose hacia ti con la mandíbula desencajada acojona un poco. Y acojona aún más si 50 metros detrás de él, ves a su dueña iniciar una carrera a cámara lenta, caerse y volverse a levantar como si fuera el Sargento Elías huyendo de los "charlies" en Platoon, mientras le suplica histérica al perro que regrese.
Por suerte el perro debía de ver mal de lejos porque cuando me ha tenido lo suficientemente cerca ha pegado un frenazo que casi se le llevan las patas de atrás. Imagino que la visión de un bigardo de mi tamaño, ataviado con una txapela que parece un platillo volante y un palo listo para estampárselo en las costillas, le habrá resultado tan inquietante como a mi su presencia. Lo cierto es que se me ha quedado mirando unos instantes y después se ha dado la vuelta por donde ha venido. Le ha faltado decir aquello de "porque me llama mi dueña, que si no, te mato a mordiscos". La señora, lejos de disculparse por el susto que me había pegado el animal, se ha puesto a hablar con él como si fuera San Francisco de Asís.
Dejado atrás este pequeño incidente, he comenzado a subir una ladera desde la que se podía disfrutar de una espectacular vista de los Pirineos, con alguno de los picos con bastante acumulación de nieve. En esta etapa tampoco me he cruzado con nadie. Es lo bueno del Camino Aragonés, que a diferencia del Francés que parte de Roncesvalles, es menos transitado, y puedes disfrutar del paisaje y caminar sin otros ruidos que los propios del lugar.
A diez kilómetros de la meta he comenzado a notar el cansancio y el peso de la mochila. Dicen que los primeros días es lo que más cuesta, pero que una vez que los pies se acostumbran a caminar y la espalda a soportar el peso, todo marcha sobre ruedas. Sobre ruedas en sentido figurado, claro. Al igual que ocurriera en el día de ayer, cuando mi encuentro con el bravo Manolo me dio las fuerzas que precisaba para terminar la etapa, hoy ha sido esta imagen la que me ha ayudado a seguir la marcha. Cientos de montículos de piedras, dispuestas ahí por otros tantos peregrinos que antes que yo pisaron estas sendas, cada uno con un motivo para hacerlo, pero ninguno obligado a ello.
La subida final a Arrés ha sido bastante dura. 3 kilómetros ladera arriba a través de un sendero impracticable. He terminado con barro hasta en las orejas. Chapoteando en el lodazal he resbalado, con tan mala fortuna que he ido a apoyar la mano que tenía libre en un zarzal. Se me ha quedado como si hubiera hecho las paces con un erizo. En lo alto de la colina está el pueblo, en cuyas casas de piedra viven 38 personas de manera permanente y algunos forasteros los fines de semana. Qué mala suerte que de cuatro casas que tiene el pueblo estuvieran de obras en la que estaba al lado de mi habitación y no me haya podido dormir la siesta. La buena noticia es que he bajado al bar y ahí me he encontrado con los voluntarios del albergue que estaban tomando un reconstituyente. Enseguida he sabido que eran paisanos, porque al verme llegar con la txapela, Rafael, de Calatayud, me ha dicho, "aivá maño, ¿dónde vas sin boina?", que en Aragón es la manera delicada que tenemos de decirle a uno que tiene la cabeza muy grande...
Mientras nos han hecho la foto, Alfredo, el que se ve a mi izquierda, decía entre dientes, "sonreíd, sonreíd; lucid las perras que os habéis dejado en ortodoncia", comentario que explicaría el que aparezca en la instantánea con los labios tan juntos...
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